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Aquel domingo

Tal vez pueda explicar cómo se estructura la virtud del miedo, sensación necesaria para cuidar el único bien no renovable que nos pertenece: la vida. Por cierto, estoy hablando del miedo equilibrado, razonable, y nada más. Alguien creerá que la historia a relatar nada tiene que ver con la sensación invocada; pues, no se preocupen: tampoco yo encuentro mucha relación entre este episodio y el miedo.

El cuatro de febrero de 1940 me desperté más temprano de lo acostumbrado. Ese día, mis tíos habían prometido llevarme a La Plata en un paseo completo que incluía el zoológico y el almuerzo en una hostería de City Bell. Sin dudas, con mis siete años, pocas veces había hecho un viaje como ese y, para colmo, la excursión incluía el automóvil modelo 39 que mi tío tenía por ser un alto funcionario en la Provincia de Buenos Aires. Al amanecer, junto con mi primo Javier, tomamos un vaso de leche con espuma y dos tostadas con manteca, no más de dos. Era la primera vez que iba a viajar en ese auto, lo cual me ensortijaba las ilusiones. Mi tía bufaba, como siempre, por su costumbre maníaca del orden y la limpieza. Sin pestañear, yo aceptaba las órdenes de aseo que imponía, y, ese día, más que nunca; por lo tanto, salí lustrado y planchado, igual que Javier. La tía desenvainó un cepillo grande y alijó mi cabello crespo, que ella detestaba. La pobre tenía un carácter agrio, lo cual no impedía admirar su belleza. Luego de la infinita paciencia de mi tío y el perenne silencio de mi primo, partimos hacia La Plata. El viaje desde Vicente López duró tres horas. En el trayecto escuché, de boca de mi tía, unas frases, ininteligibles para mí salvo por la palabra tumor. Esa palabra crujía en mi cabeza como el presagio de un telón helado. Llegamos al zoológico, lugar que a mí no me fascinaba, pero sí a mi primo; se obstinaba en hablar con los animales, sobre todo, con los monos, que eran sus preferidos. Para mí, la fiesta principal era el auto y la hostería. Al mediodía estábamos en City Bell. El almuerzo era mi mayor fantasía, y, más que nada, la perdiz en escabeche, que en otra oportunidad habíamos comido con mi tío. En realidad, él nos compensaba con sus invitaciones el régimen estricto que la tía nos imponía, porque para ella la cosa era “mucho orden y poca comida”.
La hostería era una hermosa edificación de principio de siglo, con una amplia galería cubierta y una extensión -de, por lo menos, dos hectáreas- plantada con árboles añejos, y con una particularidad: en el límite del predio había un arroyito de no más de un metro de ancho. Nos sentamos en la galería, donde corría una brisa que hacía de ventilador de la naturaleza y apaciguaba la calurosa situación que nos abrasaba en pleno verano bonaerense. Pedimos lo apetecido por cada uno, en plena libertad, no obstante la mirada fruncida de la tía Gladys. Para mí, la perdiz en escabeche, igual que mi tío. Mientras esperaba que trajeran mi manjar, me puse a correr por el parque como un sabueso que persigue a su presa. Llegué al arroyito, que estaba a más de ciento cincuenta metros de la galería, y decidí saltarlo. Tomé distancia y lo hice. Afortunadamente, ese lado del pequeño arroyo brindaba una sombra acogedora frente al sol inclemente que castigaba en la otra orilla. Repetí varias veces mi pequeña aventura, hasta que la agitación hizo que me apoyara en el pino enorme que servía de toldo y ennegrecía ese pequeño sector del parque. Una voz me llamó.
—Marcos.
Miré inmediatamente hacia la hostería y vi a mis parientes recorrer la galería admirando unos cuadros con motivos gauchescos. Ellos no pudieron haberme llamado, la distancia les impedía toda comunicación factible y, además, se los veía absortos ante las pinturas.
—Marcos —repitió la voz, que, de alguna manera, me parecía familiar, pero no lograba reconocer.
Me asusté, no miré hacia el lugar desde donde provenía ese sonido que me nombraba tan claramente. Di un salto desarticulado y temeroso, y volví a cruzar el arroyo. Caminé el parque con pasos acelerados, mirando fijamente hacia donde estaban mis tíos, que ya se habían sentado a la mesa. Me senté y, acomodándome la servilleta en la falda, miré hacia el arroyo y el pino, y no dije nada. El reloj de la hostería marcó las doce. Al llegar la perdiz, su aroma y su sabor hicieron que me olvidara de lo sucedido, y escuché interesado los comentarios que hicieron mis tíos sobre los cuadros. Luego, fue el turno del bife con papas fritas, de las dos Bidú y de la ensalada de frutas con crema.

El lunes, a media mañana, mi tía vino al cuarto y me puso el mejor pantalón, la camisa nueva y los zapatos heredados de mi primo, que estaban buenos. Me perfumó, me peinó y me cepilló como para ir a una fiesta. Ella no hablaba, yo tampoco. A las tres cuadras de comenzada la caminata, le pregunté:
— ¿Dónde vamos?
—A tu casa, Marcos.
Faltaban doscientos metros para llegar a mi casa y yo sentía hambre. Llegamos. Mi madre era toda una lágrima. Una hermana de mi padre se acercó y me dijo:
—Tu papá se fue al cielo.
Mi madre me abrazó. Lloré sobre su vestido oscuro; ella también lloraba. El abrazo era cada vez más profundo: yo sentía la necesidad de volver al vientre de ella. Nos separaron, como tenía que ser. La vi, erguida como un árbol, y nuestras lágrimas se unieron. Vinieron otros parientes a besarme. Luego, me acerqué a mi tía, que estaba en la parte más oscura de la casa, y le pregunté:
— ¿Cuándo se murió mi papá?
—Ayer, domingo, al mediodía.

Texto agregado el 08-01-2006, y leído por 189 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
01-02-2006 Vaya!! Es un relato autobiográfico? LInda narración de momentos tristes. 5***** sorgalim
 
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