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Plaza Hotel

Alicia, con sus veintiséis años, sueña el hijo que llegará en poco tiempo. En la sala de espera, donde aguarda para ser revisada por última vez, parece rememorar los acontecimientos que la llevaron a esta circunstancia.

Hace pocos meses, en diciembre del ‘45 con su madre, Sara, y sus hermanas, tuvo la posibilidad de gozar un veraneo más prolongado que lo habitual, ya que unas amigas de su madre les ofrecieron su casa para que pasaran el mes completo en ella. Cosquín, ciudad de Córdoba, tradicional para todos aquellos que estaban “débiles”, en muchos casos, tuberculosos. No era el caso de Alicia y su familia; todas gozaban de buena salud, no de buen bolsillo; por lo tanto, no querían desaprovechar este viaje de placer. En esto, los familiares estuvieron de acuerdo. Previamente, la madre hizo las averiguaciones respecto a que, en Cosquín, la tuberculosis no se contagiaba, por el clima seco y para el lugareño maravilloso.
Instaladas en Cosquín, Sara se contactó con las amistades de la dueña de casa, que, en general, eran familias tradicionales de Córdoba. En aquella época, acostumbraban a hacer grandes fiestas prenavideñas al mediodía, la familia de Alicia fue invitada. Las jóvenes porteñas tenían especial atracción para los cordobeses; no se sabe por qué, pero era una moda definida.
Alicia asistía a estas fiestas con poco entusiasmo. Las mismas eran bochincheras, se mezclaban las guitarreadas amateurs, donde todos competían por arrancar ovaciones, se prolongaban con bises a medida que descendían las botellas de vinos finos. En una de estas reuniones, salió a caminar por los alrededores de la mansión y prestó atención a un edificio con galerías amplias, sostenidas por columnas adustas y de gran diámetro. En la puerta de entrada había una placa de bronce donde se leía “PLAZA HOTEL”. Salvo la placa, nada permitía inferir en manera alguna que pudiera ser un hotel.
Ese mismo día se enteró de que allí se hospedaban la mayoría de los caballeros adinerados que transitaban entre la vida y la muerte: tuberculosos.
La casa de veraneo estaba a dos cuadras de este hotel, y cada vez que pasaba por allí, una fuerte curiosidad la invadía. Miraba la mansión y veía que algunas personas se escondían tras las grandes columnas; esta compostura la hacía meditar acerca de una actitud vergonzante de estos personajes. Pero no era así, según le informara su madre: los enfermos tenían una vida activa, ya que su buena posición económica y sus estados de ánimo, mejorados por la medicación utilizada, los ponían en órbita social.
Alicia quedó impresionada por esta realidad. Al poco tiempo tuvo la oportunidad de conocer a algunos de ellos, que eran invitados a las reuniones donde asistía. En una de ellas conoció a Carlos. Era un joven impecable (30 años) en su aspecto y vestimenta. usaba camisas coloridas, pañuelo al cuello haciendo juego, pelo castaño engominado, perfumes parisienses, lo que se decía “un dandy”, no parecía un gran enfermo de aquél mal. Entraron en animada charla. Entre ambos se produjo una atracción instantánea. Fueron horas que pasaron como un torbellino, contando sin tapujos sus vidas, apresurados, con coincidencias; como era de esperar, él tocó el tema de su enfermedad con ironía y despreocupación.
Al volver a su casa, excitada, Alicia le contó a su madre el encuentro y lo feliz que se sentía. Recibió una fría reacción, rematada por esta sentencia: “Amor de verano, hija”. Y retirándose, Sara murmuró: “¡Un tísico!”
Poco le interesó a Alicia la reacción de su madre y, como en otras ocasiones, se reprochó haber sido tan comunicativa. Otra vez chocaba con la frialdad de ella. Esa noche durmió mal; no sólo repasó frase por frase su inusitado encuentro sino que comparó su anterior noviazgo y la diferencia —años luz, de acuerdo con su visión. Se propuso conquistar a ese hombre sin perder un instante. No le importaba su enfermedad; creyó haber encontrado su destino. Y así fue. Al otro día lo llamó por teléfono varias veces, se enteró de que después del mediodía estaría visible y acordaron encontrarse a las cinco de la tarde en la plaza central, frente a la iglesia. Al verse, se dieron la mano y empezaron a caminar por la única avenida asfaltada de la ciudad. A cada minuto ella le contaba tramos de su vida, los conflictos más agudos. En cambio, él se mostraba algo reservado; por momentos parecía fatigado, aunque se reponía fácilmente. Al terminar la calle, encararon hacia el río, al cual se llegaba por una pronunciada barranca. Al iniciar este recorrido espinoso, ella tomó la mano blanca de Carlos y un silencio de largos minutos los envolvió. En ese momento, Alicia sintió el calor en sus entrañas, tan subyacente de años. Carlos no se hizo esperar: al llegar al río solitario de ojos ajenos, la estrechó en sus brazos, y la conjunción de ambos fue sin reparos. El río gastaba las piedras y su cristalinidad reflejaba la figura de ambos, despojados, amados y amantes, olvidados del raciocinio más elemental. El río fue testigo de la entrega total.
Consumada la unión, la decisión de Alicia fue la de irse a vivir con su amado sin formalidad alguna. Carlos estuvo de acuerdo. No importaba el lugar. El único escollo que encontraron fue la enfermedad, que merecía atención aunque no parecía terminal.
Se sucedieron otros encuentros y Carlos propuso alquilar una casita en la sierra, lejos de todos. Ella viviría en esa soledad, mientras que Carlos iría por las tardes, debiendo regresar al hotel todos los días por su tratamiento.. Alicia aceptó. Sara, hizo todos los escándalos posibles, le avisó a su ex marido como si fuera una tragedia, pero no hubo forma de hacer cambiar de decisión a su hija.
Carlos y Alicia hacían una vida rutinaria. Él llegaba después del mediodía, se amaban, le preparaba su comida especial y salían a la montaña. Él se fatigaba con frecuencia, pero al poco tiempo se reponía. Era una luna de miel sin las noches. Había un piano de cola donde Carlos tocaba y ella tarareaba canciones de moda. Pasaron tres meses con esta cotidiana alegría. Una mañana, Alicia no se sintió bien, tuvo náuseas, algún mareo, pero nada dijo. Los síntomas regresaron unos días más tarde, y decidió ir al hospital del pueblo. Le informaron que estaba embarazada. Su alegría fue mayúscula; sin embargo, en esta oportunidad pensó en la enfermedad de su amado que, aunque no lo habían abordado con detenimiento, ahora sí quería conocer el diagnóstico más preciso. Le preocupaba la fatiga, pero la alentaba su inmediata recuperación. No había adelgazado, no tenía accesos de tos; lo poco que sabía de esta enfermedad la alentaba a tener esperanzas.
Al día siguiente, cuando él llegó, se enroscó en un abrazo con su amor y le dio la noticia. La reacción de Carlos fue infamante.
—Me voy a morir en un corto plazo. Mi enfermedad no tiene cura, todo esto es un disparate. ¡Tenés que abortar!
En verdad, ella nunca imaginó que a él le importara tan poco el fruto de esa pasión, gestado en una belleza deslumbrante, pero entendió a Carlos por su cruenta realidad. De todas maneras, decidieron esperar un tiempo. Al mes siguiente, Carlos la llamó por teléfono y le comunicó que debía viajar con urgencia a Buenos Aires por el agravamiento de la salud de su madre. Si todo estaba bien, volvería en dos días.
Alicia, con toda la aflicción de su alma, recompuso sus ideas y tomó la medida más sensata, aquella que tiempo atrás debió haber hecho. Habló al hotel y pidió una cita con el médico que atendía a Carlos. Con su todo temblando se entrevistó con el doctor Sima.
—Doctor, quisiera saber el diagnóstico de Carlos Alfeirote.
—Carlos...Carlos.... ¿cómo me dijo?
—Alfeirote.
—Ah, sí. Alfeirote. Carlos Alfeirote se atendió aquí por una blenorragia. Lo di de alta hace seis meses.

Al terminar su última consulta médica, Alicia parecía sentirse feliz. En el trayecto hasta su casa recordaba el inesperado reencuentro que había tenido con su madre, la cual había demostrado, no obstante su frialdad, que, al conocer la llegada de su primer nieto, una auténtica ternura la unía a su hija.


Texto agregado el 08-01-2006, y leído por 171 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
01-02-2006 ¡Qué prosa y qué lenguaje tan lindo, che...! Y qué bien que nunca abusas de los argentinismos populares, como algunos de esta página (aunque no tengo nada contra esos estilos, igualmente los valoro). Sin embargo, tu estilo siempre luce refinada pulitura. 5***** sorgalim
 
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