Caminaba sin sigilo preguntándole a las hojas muertas los dilemas de su mente.

La vi callada, pero con una sonrisa que abría el coloquio de un espacio ausente. Su mirada ecuatorial delataba aquella discontinuidad con el suelo palpable, que acrecentaba la brecha intemporal entre ella y yo.

Seguía sus pasos para no perder de vista la atención que trataba de posar en ella. Esperaba saber que sentía, aún cuando ambos sabíamos que era imposible llegar a aquello.

El mundo acompañaba mi travesía, quizá escoltándome, esperanzado en que pudiera desentrañar el inexistente secreto de aquella inexistente individuo.

Traté de no razonar mi estúpida quimera, sólo concentrando mis desbordantes pensamientos en los que aquella mente no pensante.

Esperé largo rato, sacar algo en conclusión, o por lo menos que reparara en mi persecución tenaz y estulta. Pero nada aconteció, aún más, su diferencia parecía aún más notoria. Tanto, que llegaba a disolverse entre su andar. A cada paso, una parte de ella amenazaba con desaparecer y dejarme, en mi siempre palpable soledad.

Lo llegué a creer. Llegué a elucubrar que ella de veras no existía, que sólo era un sueño vacío e inconexo. Llegué a ver la nada en sus movimientos, en su sonrisa y mirada, desatando la más grande de las angustias, aún cuando sabía que aquella caminante era yo.