Nunca en mi corta vida había estado tan asustado. Podía ver el miedo (hasta podría decir el terror) en los ojos de mis padres. Ellos que todo lo podían, que a nada le temían, que tantas veces me habían defendidos de cucos y hombres de la bolsa, hoy, tenían tanto temor como yo.
Observaba a mamá prepara ollas con aceite hirviendo, mi padre en una actitud muy nerviosa juntaba palos y cuchillos y los acomodaba sobre la mesa. Inocentemente pregunte a papa porque hacía eso –“para defendernos hijo...para defendernos...”-.
Nunca me anime a preguntar para defendernos de quien, o de que. Esa tarde mi hermana me lo contó entre lagrimas –“Esta noche...vendrán personas muy malas a atacarnos, y trataran de matarnos y sacarnos nuestras cosas, nuestros juguetes, y nos quitaran la casa, y el dinero de nuestros papis...”-; El fuerte llanto en el que irrumpió no la dejó terminar de hablar, pero para mí eso era suficiente. Solo la abrace y lloramos juntos, y nos consolamos mutuamente. En ese momento me dije que ya era hora de convertirme en un hombre, me prometí que protegería a mi familia suceda lo que suceda, que lucharía codo a codo con mi padre, y si nos rodeaban pelearíamos espalda con espalda para defender a mi hermana, y a mamá, y a la casa. Y que si era necesario moriríamos juntos, pero nunca nos rendiríamos ni nos entregaríamos.
Esa misma noche los vi llegar. Hordas de gente enfurecida, con los ojos rojos como el infierno, con palos y antorchas y otros elementos listos para la guerra. El pánico se apodero de mi automáticamente, no quería llorar pero el terror me superaba. Ellos...ellos estaban cada vez más cerca. Mi madre acercaba las ollas de aceite hirviendo a la ventana, mi padre se armaba con cuchillos y palos. Encerraron a mi hermana en el baño, y en ese momento sentí un leve mareo, lentamente todo empezó a girar y ponerse oscuro. Después solo sucumbí ante el desmayo.
Cuando desperté una negrura total nublo mi vista. Me sentía apretado, un poco asfixiado. Pasaron por mi mente las ideas de estar encerrado en un ataúd, o peor aun, ya muerto, pero algo se me hacía indudablemente familiar. Al instante reconocí el olor, la forma y los objetos que había dentro. Era mi armario, en el cual tantas veces me había escondido, jugando a las escondidas, o escapando a algún reto de mis padres. Empuje la puerta y vi mi habitación. Aunque todo estaba a oscuras, pude reconocerla. Encendí la luz, y me senté en la cama a pensar en lo que había sucedido. Sabía que al cruzar la puerta de mi cuarto, podría encontrar a mi familia muerta, y en su lugar a un puñado de extraños usurpando la casa. No podría soportar eso, de ninguna manera. Si mi familia había sido asesinada por desconocidos que ahora ocupaban la casa, saldría y pelearía con ellos, y los echaría de casa, vengaría a mis padres y hermana, y si así tenía que ser, moriría en el intento.
Salí de mi habitación, y note que una extraña sensación de tranquilidad reinaba en toda la casa. Me dirigí directo a la cocina, y tome un cuchillo, el más grande que podía cargar, dispuesto a redimir el honor de mi familia. Era el único hombre ahora, y debía actuar como tal. Sentí ruidos en el comedor. Voces, gente hablando, tazas y cucharas vinculándose. Respire profundo, tome todo el coraje que mi pecho pudo contener y entré empujando las puertas del comedor, casi cayéndome. Cuando levante la cabeza, vi a cuatro personas extrañas, totalmente ajenas a mi y a mi hogar, desayunando. Tostadas con manteca y mermelada, y café con leche. Me miraron con muchísima sorpresa, entonces sin dudarlo, levante el cuchillo, me acerque lentamente... y lo apoyé con suavidad sobre la mesa. Puse mi sonrisa más amistosa, me senté y comencé a desayunar.