Todos los meses de agosto, mis padres alquilaban una habitación en una casa de un pueblo de la sierra. A la hora del café, las mujeres escuchaban Ama Rosa en la radio mientras Paquito, el hijo de la dueña, y yo, nos escabullíamos hacia la puerta. Con él aprendí a coger renacuajos con la mano de la charca del tío Bernardo y a esperar a la caída de la tarde, escondidos entre los juncos, a que bajaran los pájaros a beber agua al río para dispararles con la escopeta de perdigones.
Cuando tenía quince años, encontré un día a Paquito con el ojo pegado a la cerradura del cuarto de baño comunitario donde, en lugar de llave, se utilizaba un cerrojo. Los muslos desnudos y las bragas enrolladas en los tobillos de la hija de los otros veraneantes de la casa, eran una tentación muy fuerte y yo también miré. Después vinieron los encuentros del padre de la niña con el volumen de tetas de la vecina de enfrente y los desahogos del hermano de Paquito mientras hojeaba una revista guarra. Un día pillé a mi amigo con el ojo aplicado a la cerradura y una mano dentro del bañador. Se azaró y sacó la mano enseguida. Me acerqué, miré, me volví rojo de ira y le di un puñetazo. Con el alboroto, salió mi madre del cuarto de baño y, aunque no le dijimos por qué peleábamos, un clavo del que colgaba una cuerda con un cartón, cegó desde ese día el hueco de la cerradura. Después de aquello, evité la compañía de Paquito y frecuenté más el casino y las chicas. Uno de aquellos veranos, robé un beso con sabor a Cola Cao a mi primera novia. |