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No queda mucho tiempo. No vamos a alcanzar a decirnos algo genial y apócrifo, entrelínico a propósito y con tres significados por vez. No alcanzaremos, seremos mendigos rogando la mejor dádiva. Tiraremos todo por la punta del barco que está encallado en las rocas anquilosadas. La tormenta es fuerte, ruda, vagamente tenemos la certeza de sobrevivir algunas horas.
Ocultas la mitad del rostro en mi gabardina. Te abrazo. Nos mecemos. El barco lo propicia. Hay agua en tus ojos, sal en las pupilas, y el viento avanza como uno con la vorágine.
¿Qué más podríamos hacer sino decir? Intentar decir, digo. balbuceo algo. Tan bajo que obviamente no escuchas nada. Las gotas aun resplandecen en tu cabello. El faro del mástil está encendido. Su luz blanca te rebota en la cabeza, brillándotela. Los pómulos, ¿cómo tendrás los pómulos?, soy adicto a ellos. Es gracioso pensarlo, en las circunstancias, y no dejarse caer al abatimiento, a la desesperación. Entiendo que estamos un paso más allá; la sumisión nace cuando no tienes esperanza alguna; cuando decides vivir el último chance en calma, contigo mismo, y contigo, también. Es gracioso pensar en tus pómulos ahora, sosteniéndote apegada a mí con un brazo y con el otro enredando una soga vital, el eslabón que alarga lo más que puede nuestro último momento de belleza. Vivir no cabría más en sí, ni tampoco lo contrario, pero no quiero empezar a pensar extravagancias, no cuando la imagen de tus pómulos me confinaba a un rinconcito privado de mis pensamientos, aislándome contigo en la parada donde existe la belleza. Recuerdo que hacías sombra y la mejilla se ocultaba misteriosa cuando la luz te enfocaba desde arriba. Tus labios sobresalían un poco, incitándome besarte, tu frente estrecha se curvaba más en un lado que en otro; eras perfecta. Eres. Aun, eres, todavía. Sólo que nunca más será lo mismo. Lo que queda no es el pasado, es el ahora, y la última estancia. Prefiero callar a intentar hablar. No quiero gritar. No quiero decirte: "¡te quiero!" con la garganta lacerándose y que apenas me oigas. No quiero hacer melodramas extraños, ajenos, todo porque tenemos la semilla de la repetición metida en la sangre. Aunque tú no sepas quien soy, ni yo sepa quien eres. Aunque nos hayamos visto dos veces y la segunda sea hoy, y mi único recuerdo sean tus pómulos creadores y asesinos de mis recuerdos contigo, mis palabras y mi sueño, yo te quiero. Porque ahora, sabemos, nada más importa. Ni el ruido que nos impide hablar. Ni la soga que nos mantiene vivos. Sólo entiendo que te acerco, te uno y fusiono, para escaparanos, o hundirnos, en la mordacidad del tiempo que nunca pasó.

Texto agregado el 07-01-2006, y leído por 173 visitantes. (0 votos)


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