Sentidos
Cuando me sacaron la venda, llevaba nueve días con los ojos cerrados y ya me había habituado a ver a través de mis otros sentidos. Reconocía voces, pasos, y estaba atento a los aromas y olores que desprendían quienes me rodeaban, lo que habitualmente jugaba en mi contra. A veces es conveniente no sentir, mágicamente hacerte insensible a las agresiones externas. Por eso, mantuve los ojos cerrados muchos segundos después de que la presión de la venda había desaparecido. Esperaba la agresión de una potente luz: pero no, estaba en una sombría oficina que al parecer, era el despacho del médico.
Me habían dejado sólo por lo que aproveché de ejercitar la vista, fijándome en cada detalle de los muebles y adornos. Un antiguo kardek con expedientes, el que presentaba una marca, inequívoca de la placa de inventario, que había sido arrancada. Un escritorio enorme, sin papeles, ni fotografías. Una lámpara móvil que estiraba sus resortes hasta llegar a un pequeño tocadiscos, a cuyo lado se encontraban una colección de discos de vinilo.
Al fondo en la penumbra, un marco dorado albergaba un diploma del que no distinguía nombres ni palabras, sólo unos sellos y timbres que le daban autenticidad a lo que dijera.
Me era grata esa penumbra, por lo que di un brinco al encenderse la luz y entrar el médico. Me auscultó con atenta y profesional mirada, pero sin cruzar palabra conmigo. Al final, me dio un golpecito en la espalda diciéndome. —Está bien amigo. –mientras me acompañaba a la puerta.
Cuando me conducían nuevamente a la sala de tortura, a mis espaldas se empezó a oír un concierto de Mozart. Sin duda, un placer para los sentidos.
|