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No me atrevería a decir que Pepo fuese enjuto, pero sí más bien delgado. Al mirarle de frente, daba la sensación de que su tronco soportaba difícilmente el peso de la cabeza, y los hombros se elevaban ligeramente en su extremo distal como contrapartida. Supongo que eso también tendría su importancia en el caminar levemente chepado que ya desde muy niño mostraba. En ningún caso deforme, por supuesto, pero no se podía contar como uno de los más guapos de la clase. Con la tez morena, el pelo tercamente oscuro y grandes ojos negros, no conseguía equilibrar un corte de cara hecho con descuido y una nariz prominente, aún antes de haber alcanzado a desarrollarse como hombre, lo cuál, además de hacerle notoriamente diferente, no le beneficiaba en absoluto.

Son muchos los casos conocidos de niños, luego hombres, que al no haber sido agraciados con un físico decente, al menos brillan, o en los más de los casos, se defienden, intelectualmente. Pero no era este tampoco el caso de Pepo, y ello a pesar del interés que la señora María, su madre, se tomó siempre porque sacara algo de provecho. Pepo era torpe. Entendámonos, no idiota, sólo algo torpe. En la escuela iba pasando con apuros. Rara vez aprobaba un examen a la primera, y de lo que puedo estar seguro es de que ninguno de sus compañeros le sopló jamás. A menudo a la segunda, y como mucho a la tercera, en estos últimos casos con ayuda de los profesores, conseguía ir superando los exámenes, y los cursos. No llegué a oír su voz en clase para hacer una sola pregunta al profesor. Incluso, si hago la suficiente memoria, creo que tampoco consiguió responder correctamente a ninguna de las preguntas que le hicieron en clase. Supongo que se aturrullaba. A veces eran preguntas verdaderamente estúpidas, que incluso un parvulín habría contestado, pero Pepo hundía aún más la cabeza entre sus hombros, miraba fijamente al suelo, y esperaba. A los profesores nuevos les hacía perder los nervios, le castigaban, le sacaban de clase, le tiraban de las orejas..., al final, siempre aprendían a ignorarle, a no hacerle preguntas.

Y el caso es que Pepo era realmente popular. No me gustaría dar la impresión de que fuera un asocial incapaz de relacionarse con nadie. Al contrario, juraría que necesitaba estar cerca de nosotros. En los recreos, para ir y volver de la escuela, cuando salíamos a jugar después de merendar..., él siempre estaba allí. El primero en aparecer y el último en irse, cuando ya anochecido, nos volvíamos a nuestras casas. Casi siempre jugábamos cerca de la suya, porque la calle en la que vivía, estando casi a las afueras del pueblo, era lo bastante amplia para jugar al fútbol. A veces la señora María se asomaba a la puerta, para controlar, seguro. Entonces nos portábamos bien, pero se cansaba pronto.

No sabría como explicarlo, y créanme que no me siento orgulloso, pero había algo en él, en su forma de mirar, hundida, en su actitud sumisa, en su resistencia al dolor, que nos incitaba. No recuerdo haberle visto llorar nunca, y razones tuvo para hacerlo, más que cualquier otra persona en este mundo, pero no había manera, no lloraba. Y quizá eso nos animaba aún más a seguir. Imagino que en el fondo no le molestaría tanto, porque no llegó a quejarse nunca, y a pesar de todo, al día siguiente volvía con nosotros. Algún tiempo después leí que había personas así, a las que les gustaba sufrir. Supuse que Pepo sería uno de ellos, porque desde luego lo suyo no era normal.

La señora María nos invitaba de vez en cuando a merendar a su casa. Una salita, un pequeño dormitorio en el que dormían madre e hijo y una ridícula pensión de viudedad eran lo único de que disponía. Tal vez por eso cifraba todas sus esperanzas en Pepo, y su ceguera de madre le impedía ver lo inútil de semejante apuesta. Alguna que otra tarde, decía, nos invitaba a Manolo, Antonio y a mí a leche con galletas. Ninguno nos sentíamos cómodos, pero nuestras madres, vía por la cuál nos llegaba la invitación, no nos daban opción. Evidentemente porque ellas no tenían que ir. Oír durante más de una hora lo contenta que estaba de que fuésemos los mejores amigos de su hijo, soportar sus lágrimas, porque ella sí que lloraba, dando gracias a Dios por tenerle como su único refugio, para por fin, único y verdadero objetivo de la merienda, pedirnos soterradamente que le echáramos alguna vez una mano a Pepo en la escuela, si alguna asignatura no se le daba bien, y es que al parecer, más que ciega con su hijo, únicamente estaba tuerta. A todo esto él asistía en silencio.

Al día siguiente, por supuesto, le pegábamos aún más fuerte. Pero era evidente que a él no le importaba porque, aún sabiéndolo, acudía. Luego echábamos un partido y como si nada hubiese pasado. Él solía jugar de defensa, y como era de suponer bastante malo. No cubría mal, pero a la hora de entrar, demasiado suave. Por increíble que parezca, recibía más faltas que los delanteros. No nos peleábamos por tenerle en nuestro equipo, pero tampoco nos importaba demasiado. Debe parecer extraño después de todo lo que he contado, pero nos agradaba su compañía. Quizá por el hábito de encontrarlo siempre a nuestro lado, quizá porque nunca nos delataba cuando le hacíamos alguna broma, y fueron muchas. A su modo, actuaras como actuaras, él contestaba con una perenne fidelidad.

En sexto curso decidimos entre unos cuantos votarle como delegado de clase, para reírnos, por supuesto, y aunque algunos no quisieron colaborar, al final conseguimos que saliera. El profesor se quedó algo sorprendido con el resultado, y yo creo que se olía algo raro, pero era todo un espectáculo ver la cara de Pepo a medida que iba oyendo su nombre al ser leído en las papeletas, y con cada nueva aparición, un gesto sonriente aún más ampliado que el anterior iba adornando su cara. Al final, exultante, y probablemente en el día más feliz de su vida, se dirigió a la mesa del profesor a petición de éste para agradecernos que confiáramos en él como delegado. Le dedicamos un fuerte aplauso que marcaba el comienzo de la diversión. Empezamos a llamarle “Don Pepo”, porque según le explicamos, el cargo lo merecía. Le esperábamos a la entrada de clase para darle los buenos días y saludarle con una reverencia. Siempre que había alguna discusión acudíamos a él para que nos aclarara quién tenía razón, y ante su estupefacción, incapaz de tomar una decisión, nos alejábamos riendo, no sin antes agradecerle sus “consejos llenos de sabiduría”. A mitad de curso empezamos a cansarnos de la broma y hablamos con el profesor para decirle que Pepo quería renunciar a su cargo de delegado. Cuando aquel le preguntó, no lo negó. En ese momento me pareció ver un atisbo de humedad en sus ojos, pero probablemente me equivoqué, porque Pepo no lloraba nunca.

Después de aquello todo volvió a la normalidad, pero fue el último curso que compartí con Pepo. Mi padre trabajaba en la compañía de teléfonos, y durante el verano le trasladaron a la capital de otra provincia a más de trescientos kilómetros, por lo que todos nos mudamos con él. A pesar de las lágrimas de mi madre por dejar su pueblo natal, yo lo recuerdo con gran emoción, porque por aquel entonces era el viaje más largo que emprendía, y me fascinaba la idea de vivir en una gran ciudad. Eché de menos a Antonio y Manolo, a Pepo no mucho, la verdad, pero descubrí que contar historias sobre él era un buen modo de encontrar amigos en mi nuevo barrio. Reconozco que a veces exageraba, pero supongo que eso formaba parte del espectáculo. El caso es que les encantaba.

Continué mis estudios, y probablemente llevado por el aburrimiento, con mayor éxito que en el pueblo. Acabé el bachillerato y conseguí entrar en la universidad para estudiar Ingeniería técnica en automoción. Jodida Ingeniería, se me atragantó más de lo que pensaba cuando la inicié. Problema derivado de contar con amargados ancianos como profesores. Al final no tuvieron más remedio que darme el título.

Al inicio del verano siguiente abría con recelo una carta que provenía del colegio del pueblo. Organizaban una cena por no sé que aniversario, francamente, ya no lo recuerdo. El caso es que me hizo recordar cosas que pensaba tener ya olvidadas.

Al llegar, casi sin haber terminado de traspasar la puerta del restaurante, sentí como si un toro me golpeara y me llevara arrastrando. Cuando pude mirar hacia abajo, me encontré con los idiotas de Manolo y Antonio llevándome en volandas. Nos dimos un abrazo, y de un rápido vistazo pude comprobar lo crueles que habían sido estos años con ellos. Manolo, que apenas había crecido desde que estábamos en el colegio, mostraba una generosa barriga, tanto como inútiles eran los intentos de Antonio por disimular su calvicie. Hablamos de lo que habíamos estado haciendo durante estos años, ellos poco, la verdad, e inevitablemente salió el tema de Pepo. Me contaron que nada más terminar octavo se colocó en el matadero del pueblo, donde aún seguía trabajando como matarife. Si no hubieran insistido tanto no los habría creído porque no conseguía hacerme a la idea de verle destrozando carne a golpe de cuchillo. Esto me fue difícil de creer, pero lo que hubieron de jurarme por lo más sagrado, arriesgándose a la condenación eterna si me mentían, era que Pepo estaba casado. ¿casado?, ¡Dios Santo!, ¿Qué clase de mujer se casaría con Pepo?. Me contaron que yo no la conocía porque no era del pueblo, pero como correspondía a su señor esposo, sí un poco “rarita”. De repente me entraron unas ganas terribles de conocer al personaje, quizá viniera con ella a la cena. A los diez minutos una figura conocida entraba en el restaurante, solo, para mi decepción. Su mujer estaba enferma. Se dirigió hacia nosotros con una amplia sonrisa, entonces me pareció que especialmente destinada a mí, aunque no supe la razón. Pasamos una noche divertida, haciendo las mismas gracias que de niños.


Al volver a casa, en el coche, no dejaba de pensar en lo poco que cambian algunas personas. Aquella noche fue la última vez que vi a Pepo, hasta esta tarde.

Un vicio adquirido de mi época de estudiante. Necesito tener la televisión encendida mientras trabajo. No la suelo mirar, pero el destello de las imágenes y el ruido de fondo me hacen más fácil concentrarme. Esta tarde, como de costumbre, estaba trabajando en casa, y tenía puesto ese programa donde cuentan en procesión todos los sucesos trágicos que acontecen al país, por si acaso se nos ocurre tener un atisbo de felicidad. Al principio el nombre me pasó desapercibido “José Machuca”, pero lo que me hizo atender al programa fue oír mencionar mi pueblo. La siguiente frase me llenó de estupefacción: “el presunto culpable, apodado Pepo...” Cerré el carpetón y elevé el volumen del televisor con el mando a distancia. La cámara, en movimiento continuo, intentaba enfocar decentemente la fachada de una casa que rápidamente reconocí porque era la de la Señora María. Muchos vecinos y un par de ambulancias, supongo que venidas de la capital, se agolpaban delante de la puerta, expectantes ante lo que de allí había de salir. La locutora volvía a hablar: “Según las primeras informaciones el doble asesinato debió producirse hacia las 10 de la noche del día anterior. El presunto asesino, José Machuca, apodado Pepo en el pueblo, habría llegado a su casa en torno a las 9:30 procedente del trabajo. Los compañeros que estuvieron con él esa tarde no observaron nada anormal en su comportamiento. La policía piensa que el asesinato fue premeditado y planeado, pues las puertas estaban cerradas por dentro y no existía rastro alguno de violencia ni forcejeo. Los vecinos no oyeron voces ni gritos”. En ese momento aparecieron imágenes grabadas, probablemente esa misma tarde. Carmen la panadera del barrio, José, el del quiosco de enfrente de la casa de Pepo, Lucía la frutera y un par de vecinos. Todas sus explicaciones caminaban en la misma dirección. No conseguían entender que podía haber sucedido. Nunca habían notado nada extraño en el matrimonio. Salían poco, eso sí, y ninguno de los dos era muy hablador, pero en estos años jamás habían apreciado un mal gesto de él hacia ella, o una queja de ésta última. Ningún ruido anormal más allá de los habituales de una casa podían recordar los vecinos. Ninguna señal tampoco de maltrato físico se pudo encontrar nunca en la mujer de Pepo. Todos coincidían en la bondad natural de Pepo, y en su magnífica disposición para “echar una mano” siempre que era necesario. La locutora volvía a hablar: “Los cadáveres fueron descubiertos cuando extrañados en el matadero por la ausencia de Pepo, que en trece años jamás había faltado al trabajo, uno de sus compañeros se personó en su domicilio, y ante la imposibilidad de entrar, vió a través de una de las ventanas exteriores la pierna de un cuerpo extendido en el suelo”. A continuación algunos compañeros hablaban de lo trabajador que era Pepo, un poco lentito para aprender, pero muy tenaz, y además, algo por lo que era muy valorado, su gran capacidad para tolerar todo tipo de bromas.

“Se cree que el presunto asesino, José Machuca, que había perdido a su madre el año anterior, asfixió en primer lugar a M.M., de cuatro años de edad, hija suya, mientras dormía en su cama. A continuación asestó un golpe mortal en la cabeza de E.J., su esposa, de 27 años de edad. Por último, sentado en el sillón de la sala, y utilizando un gran trozo de cristal, procedió a clavárselo en cuello, muriendo desangrado a los pocos minutos”.

En ese momento, mientras veía salir los cuerpos envueltos en sábanas blancas, sentí como un escalofrío me recorría y me traía de vuelta a la realidad, recordándome donde estaba. No podía creerlo, no podía entender que clases de cosas debían de haber pasado por la cabeza de Pepo para cometer semejante atrocidad.

Volví al pasado y recordé su habilidad para conseguir que las cosas no le hicieran daño. ¿Qué debió sucederle para hacer esto?. Hasta ahora, siempre había pensado que Pepo era moderadamente feliz con su vida. Yo no lo habría sido, a mí me habría jodido una barbaridad que se estuvieran metiendo y riéndose de mí todo el tiempo. Pero a él no debía de molestarle porque siempre volvía a mostrar su eterna media sonrisa. O quizá esto no fuera exactamente así. No dejo de pensar y hay una idea que me está rondando aunque no consigo terminar de concretarla. Pensemos por un momento, ¿Y si todo lo que le hacíamos si que le molestaba, si que le dolía realmente?, ¿y si fuera verdaderamente consciente de las humillaciones?. Era un poco torpe, de acuerdo, pero ¿tanto?. ¿Por qué volvía entonces?, ¿Qué quería demostrar?. Pensemos, pensemos..., supongamos que yo soy el humillado, pero no sé como enfrentarme a esa situación, qué sólo tengo unos pocos “amigos” con los que me relaciono. Deseo demostrarles algo, ¿qué?, ¿Qué quería demostrarnos Pepo a Antonio, a Manolo y a mí? ¿Que quería demostrarles a sus compañeros de trabajo?, ¿Qué quería demostrar al mundo?. Nunca lloraba, pero y si sólo estuviera escondiendo su dolor, y si fuera este el único modo que hubiera encontrado de mostrar su fortaleza, de sentirse diferente, interiormente mejor que los demás. Si, claro, ¡qué idiota soy!, ¡en todo momento Pepo estaba luchando contra nosotros!. Cada vez que aparecía después de que le pegáramos, cada lágrima que conseguía esconder, era una batalla que ganaba en su guerra contra nosotros, contra el mundo. No era sumisión en realidad lo que mostraba al soportar nuestras vejaciones, sino desafío, desafío a que consiguiéramos apartarlo de nuestro lado. Por él, por su madre también, supongo, para demostrarle que podía conseguir parte de sus sueños. Pero la señora María murió el año pasado.

Pepo se cansó, seguro. Se cansó de seguir luchando día tras día, sin que nadie salvo él reconociera esa lucha, ya ni siquiera su madre. Su mujer, su hija. Decidió acabar con todo, con cualquier rastro suyo que pudiera quedar en el mundo. Al final acabó por rendirse.

Y ahora, mientras espero el telediario de la noche para volver a ver los cuerpos cubiertos salir de la casa, porque necesito verlos una vez más, repaso mentalmente los recuerdos de mi infancia a la luz de este nuevo Pepo, y siento un doloroso y constante martilleo en mi sien.

Vuelvo a mirar atrás, miro el televisor, y no puedo evitar sentirme culpable.

Texto agregado el 24-01-2003, y leído por 561 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
22-04-2006 un poco extraña la historia pero no es tan inusual. KAReLI
01-02-2003 siempre me han producido extrañeza los casos de padres de familia amantísimos que matan a toda su familia y se suicidan pensando que les salvan de un mundo enfermizo... muy bueno tu cuento y muy bien narrado, tienes un gran sentido del ritmo es como si llevaras al lector de la mano hasta la última palabra... un saludo rnahimla
01-02-2003 siempre me han producido extrañeza los casos de padres de familia amantísimos que matan a toda su familia y se suicidan pensando que les salvan de un mundo enfermizo... muy bueno tu cuento y muy bien narrado, tienes un gran sentido del ritmo es como si llevaras al lector de la mano hasta la última palabra... un saludo rnahimla
 
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