Con cariño para Anémona, amiga, colega, entrañable
Dos náufragos llegan a la misma isla en días distintos y en lugares diferentes, ambos desgarrados por el dolor de la pérdida de todo aquello que poseían hasta entonces.
Sobrevivir era la verdadera cuestión y no podían entretenerse cuando el estómago gruñía feroz.
Ascendieron montes y hollaron valles. Encontraron frutas silvestres y pequeños animales que les sirvieron de alimento.
Un feliz día, cuando el sol derramaba generoso sus cálidos rayos, Antonio, el primero en llegar, confundió al segundo visitante entre unas palmeras, creyendo que se trataba de algún animal más grande de los que había visto hasta entonces. Unos pasos más y lo distinguió claramente.
Su alegría fue indescriptible. Gritó desde el otro lado del arroyo donde se encontraba, Juan alzó la cabeza y escuchó las voces de quien le llamaba.
No llevaban mucho tiempo en la isla, así que vivían en precario.
Por eso y por la alegría de sentirse acompañados uno con el otro, decidieron vivir juntos y trabajar para construir algún tipo de embarcación que les sacase de aquel paraíso natural convertido en cárcel.
Se ofrecieron lo poco que tenía cada uno, se dijeron dónde habían conseguido hasta entonces la comida y el agua. Se confiaron las iniciativas para conseguir salir de allí. Encontraron algunas diferencias de criterio pero las superaron con inteligencia y cordialidad.
Llegaron a acuerdos. Sintieron que el uno tenía justo aquello que le faltaba al otro. Sentían cómplices sus miradas. La armonía reinaba entre los dos. Cada uno sabía lo que tenía que hacer y lo hacía.
Comenzaron con la elaboración de herramientas rudimentarias pero eficaces. Escogieron un árbol de tronco grueso y comenzó la tala. Sería su futura barca.
Los días transcurrían lentos, el trabajo era pesado, la comida escasa en proteínas. Las conversaciones comenzaron a repetirse. La confianza dio paso a pequeñas bromas que, al principio, mostraban el grado de confianza y cariño que se habían dado. La rutina se presentó un día sin avisar. Lo que unos días antes era motivo de alegría para ambos, como el tener terminado uno de los remos y verlo colgado en la pared interior de la choza, dejaba de tener emoción. Vino el mal humor a hacerles una visita y puso a prueba la solidez de su amistad.
Esta no resistió mucho los embates de las bromas mal expuestas y mal digeridas ni tampoco las miradas carentes de emoción ni los silencios elocuentemente faltos de la más elemental comprensión y cariño. Se enfriaron las relaciones amistosas. La jactancia hizo su aparición sin haberla llamado. Una humillación, un mal gesto, una palabra hiriente y un detalle de egoísmo fueron los ingredientes de su separación.
Lejos el uno del otro, rehicieron sus desgraciadas vidas de aislamiento. Cada uno en su choza escuchaba los golpes en los troncos de los árboles de su enemigo. Cada pensamiento ahondaba la zanja que los separaba. El orgullo sacó su látigo y los puso a trabajar para él.
La choza de Antonio daba al sur, frente al mar, la de Juan estaba en el interior, junto al río.
Diez millas al norte de la isla pasó un mercante y ni el uno ni el otro lo vieron. Perdieron otra oportunidad.
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