Hoy ha sucedido algo raro. Al llegar a la esquina para tomar el microbús, éste apareció a cien metros de distancia y pude indicarle con tiempo que se detuviera. Cancelado el importe y recibido el boleto completo y no cortado por la mitad como siempre sucede, quedaban dos asientos, ambos con sendos señores de indesmentible aspecto de parlanchines. Elegí al que parecía más callado, miren que manera de hilar fino, y por esas cosas de la vida, el caballero aquel me estudió un largo segundo antes de voltear la cabeza hacia la ventana. Dos cuadras más adelante, un ridículo payaso le pidió permiso al chofer para subir a hacer su acostumbrada rutina. Me puse tenso ya que odio a esos personajes que lo toman a uno de protagonista de sus burdos chascarros, pero en eso, oí que el conductor le negaba la subida. El payaso descendió no si antes mandarle un florido recuerdo a su progenitora. Agradecí a los cielos por ese asunto tan fortuito, ya que hoy parecía un día muy afortunado.
Llegué a mi trabajo cinco minutos antes de la hora de ingreso y por vez primera, mi jefe me sorprendió en esa instancia y no llegando atrasado como siempre sucede. El hombre sonrió y yo le correspondí. Entonces caí en la cuenta que nunca lo había visto sonreír y me percaté que las personas que son muy serías, cuando sonríen parece que estuvieran haciendo una mueca debido a la poca práctica que tienen en ejercitar esos músculos.
Más tarde sumé una larga y vertical lista de insumos en mi calculadora y al sumar la columna horizontal, esta operación cuadró a las mil maravillas. El grito que pegué resonó en la oficina y sus alrededores porque era la vez primera que esto me sucedía, en circunstancias que en todas las otras ocasiones, debía sumar y resumar durante largo rato hasta dar con la cuadratura perfecta.
El almuerzo fue estupendo después de muchas jornadas de disgustos, puesto que apenas me acomodé en la mesa del casino, apareció la empleada con los platos servidos. La sopa estaba sumamente caliente y el jugo helado en su punto exacto. La carne muy blanda, combinaba a la perfección con ese arroz perfectamente graneado y
las guindas de postre poseían una dulzura de la que carecía mi compañera Patty, que esa vez –extrañamente- me hizo un pícaro guiño a la distancia.
Todo perfecto, todo en su lugar, la corchetera no se trabó, la impresora cumplió a la perfección y no parpadeó como otras veces indicando que los cartuchos de tinta se habían vaciado, ningún proveedor llamó para solicitar la mercadería que justo se había agotado, sino que todos los pedidos fueron satisfechos a la perfección, a la hora de mi refrigerio, resbaló el pan de mi mano y fue a caer al suelo con tanta suerte que la mermelada quedó hacia arriba y no hacia abajo como es lo usual. El que si lo pasó mal fue Ponchito, el gato mascota de la oficina, quien, persiguiendo a una polilla, trepó sobre los muebles y subió por una escalera que se ocupa para conseguir documentos que se encuentran archivados en altos escaparates. Estaba a punto de alcanzar al insecto cuando dio un paso en falso y al igual que en los dibujos animados, se pegó un aleteo gatuno para desplomarse desde los tres metros de altura a la que había llegado su osadía y cayó pesadamente de espaldas sobre un sillón que menos mal amortiguó en parte su caída. Martita, la bella secretaria, se encargó de hacerle cariños hasta que el minino dejó de lloriquear.
Cuando finalizó la jornada, Martita subió a su pequeño auto y me hizo señas para que la acompañara. Yo miré hacia atrás por si los gestos estaban dirigidos a alguna otra persona pero la calle estaba vacía. Jubiloso me encaramé al vehículo, no sin antes preguntarle a la chica por su novio. Ella, frunciendo el ceño, me dijo que eso era cosa del pasado, que ahora estaba libre y que le parecía que yo era una persona correcta y confiable. Hasta yo me creí eso, pero para disimular, sonreí beatíficamente.
Nos fuimos a un Pub, en donde buscamos un íntimo rinconcito para bebernos un reconfortante trago. Allí supe que ella gustaba de los deportes, que amaba el arte en todas sus manifestaciones y que antes de conocer a Murphi, su novio, había estado muy enamorada de un importante hombre de negocios que finalmente la había cambiado por una importante transacción.
Ella no estaba ebria, lo juro. No lo estaba cuando, mirándome a los ojos, me dijo con voz ronca: -¡Te amo! Casi resbalé de mi silla cuando escuché esta insólita confesión pero me rearmé para besar delicadamente sus finísimos dedos. Me costó lograr un tono que no sonara ridículo, pero finalmente, sin gallos ni tartamudeos, le dije: -¡Yo también te amo Martita! ¡Te amo! ¡Te amo!
Y ambos, con el volcán rugiente de la pasión acometiendo nuestras vísceras, salimos de aquel lugar y fue su departamento el objetivo inmediato para darle rienda suelta a este asunto que, por mi parte, nunca, ni en mis mejores sueños, imaginé que ocurriría.
El reloj ha marcado las doce y extenuados en la cama de Martita, nos contemplamos con dulzura. Siento la necesidad de saber porque diablos la bella chica terminó con su novio y sin demasiadas evasivas llego al punto que me inquieta.
-Murphy está sufriendo una grave crisis- me dice la chica –siente que no está haciendo bien su trabajo.
-¿Y eso que tiene que ver con la ruptura?
-Sucede que se ha vuelto loco y un tipo así ya no lo quiero a mi lado.
No debiera ni pensar en decírselo, pero tengo la intuición que es cuando él más la necesita. La chica se pone nerviosa ya que el tema pareciera preocuparla.
-El dice que son malas rachas. Que basta que encuentre la hebra para volver a ser tan efectivo como antes.
Fuertes golpes preceden a una especie de estampido que retumba en el departamento.
-¡Es Murphy! ¡Horror! ¡Te va a destrozar ya que es un mastodonte!
Me levanto de un salto y busco un lugar en donde ocultarme. Me asomo a la ventana. Estamos en el quinto piso. Pero fuertes pasos retumban en el salón. Obviando mi terror a las alturas, pongo el pie en una delgada cornisa y rezo un casi olvidado Padrenuestro.
-¡Mi amor! Presiento que he recobrado mis habilidades.
El tipo, que contemplo horrorizado a través de los visillos, es un fornido y atlético personaje de unos dos metros y medio de altura. Veo a hurtadillas que toma una pequeña pieza que parece un tornillo y lo arroja descuidadamente al piso. Luego se encuclilla para buscarla y lanza un horrible grito victorioso.
-¡Lo conseguí! No lo encuentro por ningún lado.
Y eufórico se dirige a la cocina y yo, pese a mi cobardía, lo sigo a través de la cornisa y antes de caer como una piedra en el vacío alcanzo a contemplar que destroza la vajilla a propósito y lo único que se salva es una taza sin oreja y picada, por añadidura.
Mi caída se produjo porque me afirmé en el único ladrillo que estaba suelto y la lona que pudo salvarme tenía un agujero por el cual pasé como si hubiese sido cortado a la medida. Cuando faltaban segundos para la fatal caída, relacioné todo y entonces me di cuenta que el Murphy aquél no era otro que el tipo de la ley que lleva su nombre y que al recuperar sus dones, me condenó a estar postrado durante semanas en el hospital traumatológico. Ya sabía yo que cuando me dieran de alta, no faltaría el niñito que me patearía la pierna más resentida, subirían todos los payasos del mundo al microbús para transformarme en el centro de sus bromas, al descender del vehículo metería mi pie en el único hoyo de la cuadra, mi jefe estaría aguardando junto al reloj cuando yo apareciera veinticinco minutos atrasado. La sopa estaría fría y la bebida caliente, Patty haría un gesto de desagrado al acomodarme junto a ella en el único asiento vacío, la corchetera se atascaría y la impresora me guiñaría maliciosamente su ojo electrónico, indicándome que la tinta se acabó, el pan caería con la mermelada hacia abajo y el gato, como siempre, estabilizado en sus cuatro patas. Con respecto a Martita, ella continuaría siendo mi oscuro objeto de deseo, mientras conversaría pierna arriba con el infalible, el despiadado e inefable Murphy, recuperado para siempre de sus males para desgracia mía y de todos los pobres mortales sometidos a su caprichosa dictadura…
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