Cuando subió en la primera estación el primer signo de humanidad fue el dolor de la corona de espinas en su frente. Cuanto egoísmo, cuánta torpeza se cobijara en ese imperio; cuanto dolor, cuanta sangre, cuanta humanidad. Miguel en medio de la confusión, fusil en mano, hecha a correr buscando al enemigo; no duda en recoger la caja de balas y dejar el botiquín a un lado. El miedo se confunde con la ansiedad de la muerte y los perseguidores con su aliento a dinero mal gastado, presurosos casi alcanzan su presa. Tercera estación, las mujeres se acercan y ofrecen su ayuda. Los niños con sus mochilas corren sintiendo los pitos tras de ellos, ignorando que la muerte imperial los persigue, es más la buscan, la gozan, la consumen. Cuanta torpeza. Cuando para en la quinta estación pobres hombres no dudan en acercarse y tomar la carga de Miguel en sus hombros. A ratos no siente miedo, aflora en él el carisma de un vencedor, de aquel que ve en su fracaso inminente nada más que el triunfo de la teoría y la historia, aquella teoría digna y sensible, aquella teoría que nace en las masa y muere en las minorías, de la historia que fluye entre muchos y se consume entre solo unos pocos. Cuando respira en la séptima estación recoge su boina, se olvida de la persecución y se detiene a enseñar el alfabeto; cuanta dignidad. El latigazo de una bala imperial detiene su afán pedagogo, pero no duda en poner el tabaco en su pipa y hacer de su pasamontañas su imagen comunicacional. El abandono de una historia personal y la adopción de una historia transnacional es representado hábilmente por este héroe multimedial. Última estación, un nuevo latigazo imperial atraviesa su costado. Miguel grita, y al caer mira a sus captores. Preso del coraje divino murmura “Perdónalos, no saben lo que hacen”. Una ráfaga de balas será la pantalla para la apertura del altavoz “Estación terminal, todos los pasajeros deben descender del tren.”
Santiago de Chile, 2002
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