Después de la escuela, mi madre me daba un canterón de pan y con él me acercaba hasta el molino donde mi padre trabajaba. En el patio, estaban los bidones con el alpechín y los trozos de orujo con las marcas del esparto. Bajo techo, la muela trituraba las aceitunas, los trabajadores echaban la pasta encima de los capachos y un zumo verde y ámbar chorreaba desde la prensa hasta los canales que lo llevaban a los pozos a ras de suelo. Mi padre se acercaba, cogía el pan, lo pinchaba con un hierro, lo metía en el aceite y después en el horno. Salía dorado y con el olor de las aceitunas recién prensadas. Era mi merienda.
A mi padre también le gustaba arreglar radios y relojes. Cuando conseguía echar a andar un reloj de bolsillo, lo dejaba durante un tiempo con la tapa levantada, observando con satisfacción el movimiento de sus engranajes.
Pero llegó un día en que le costó un gran esfuerzo caminar. Durante un tiempo, el compañero más fuerte lo siguió llevando al trabajo a cuestas, como se lleva a los niños. Sólo para que estuviera allí sentado, decían, vigilando los motores. Hasta que se negó a soportar más el dolor y no se levantó de la cama.
Con las piernas y las manos deformadas por la artrosis, quería seguir arreglando relojes y radios y me llamaba para que yo hiciera el trabajo. Olvidaba que unas manos son sólo herramientas, y que yo no podía ser su cabeza. Tenía menos de sesenta años y su cuerpo lo había jubilado.
En el comedor, continúa un reloj de pared con números romanos, péndulo de cobre brillante y las manecillas detenidas en las doce y cuarto. El reloj funciona, sólo hace falta que alguien le dé cuerda.
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