El gris de su piel vagaba por las calles, hasta que al anochecer se disipaba entre las sombras. Ella era una pequeña gota de rocío expuesta a todo; frágil y enigmática, recorría las aceras del barrio. A veces una ilusión se deslizaba por sus ojos; otras, sólo una estela de dolor flotaba tras los pasos. La mirada se perdía antes de salir el sol, como un escarabajo brilloso iluminando los senderos, para comenzar a mendigar. Detrás, una infancia accidentada se escabullía en el tenor de sus secretos, bajo actitudes esquivas; sumisas y tristes. Esos tres rasgos la definían, mientras con un tarrito de lata se extendía al mundo. Todo lo que recaudaba dentro del pequeño jarro, era destinado a sus hermanos; quienes hambrientos aguardaban su llegada. Allí, el mundo se cerraba tras las puertas del olvido, arrumbados ante lúgubres paredes de cartón. Hoy, su cuerpo diminuto pasó a mi lado; y aunque ni siquiera me reconoció, fui feliz al verla unos instantes...


Todos llevamos nuestros fantasmas a cuestas; esos que en la oscuridad no dejan de agobiarnos. Los míos nunca cesaran de atormentarme, como tres almas indefensas que dejé sin madre...

Ana Cecilia. ©