No debe ser raro que cualquiera pueda tener ciertos recuerdos parecidos a los míos. De las navidades de cuando éramos niños; de la parafernalia que se montaba a su alrededor… y del Jamón.
En mi casa no empezaban las navidades hasta que mi padre no aparecía por la puerta portando, año tras año, la misma pose… un jamón sobre el hombro; al estilo de una sota de bastos poco ponderada en cuanto a sus atributos.
Nunca supe de donde lo sacaba; pena de no habérselo preguntado alguna vez; el caso es que el día señalado para la, supongo, adquisición del jamón, era eso, un día muy señalado.
Podía haber espumillón por encima del aparador y enrollado en la lámpara del salón; podía oler a matalauva y a polvorón; estar ociosos por las vacaciones todos los hermanos… pero no era navidad hasta el momento glorioso en que el jamón era depositado en una mesita, una vez desplazado el sofá, justo enfrente del televisor.
Al lado le acompañaba otra mesita auxiliar, con polvorones, roscos, borrachuelos, almendras garrapiñadas, una botella de anís y otra de coñá… y en mi casa, por aquello de que éramos medio finos, una botella de güisqui de más o menos raigambre. Pero solo era un decorado. La estrella era el jamón.
Mi padre lo colocaba con cuidado en un viejo jamonero que, siempre igual, contaba que fue de su abuelo; el cuchillo largo y tremendamente afilado era depositado a sus pies, como una fatal advertencia; unas servilletas de hilo esparcidas sobre el mantel, casi descuidadamente pero con intención… y la postal ya estaba completa; podíamos, a partir de ese momento empezar a celebrar la navidad.
Otra cosa era probarlo. El jamón era una cosa muy seria; pasaban los días e inexplicablemente el jamón permanecía impertérrito, virgen…
El pérfido y hasta obsceno, desnudo y grasiento pernil porcino se eternizaba en su actitud… Intacto, entero… se resistía a enseñar sus mejores secretos.
El momento de explorar sus ignotos interiores llegaba cuando llegaba a casa mi tío, el representante de Olivetti.
Después de unos breves saludos a la familia, su mirada quedaba clavada en la pierna disecada que le esperaba frente a la televisión… dejaba caer la maleta abriendo la mano y se soltaba del brazo de la tía Josefina con indudable sentido trágico.
El acercamiento era calmo, pero intenso… dando un rodeo, por el camino más largo, dejando a la izquierda la mesa principal del comedor se acercaba al jamón por la parte de su pezuña, como para cogerlo desprevenido… Su cabeza giraba y adoptaba poses de director de fotografía, escudriñaba el resto animal con indudable interés… hasta que se colocaba a la altura del jarrete… aspiraba entonces con su gran nariz, (nos viene de familia) mmmmm desagrado?... no… sonríe… mmmmmmmm… es bueno….
La familia mientras permanecía absorta; en una especie de trance provocado por sus movimientos cadenciosos. Para entonces, mi hermano Carlos, que siempre tenía un mantecado en la boca, permanecía con la mitad del dulce a medio masticar y asomando por entre sus mandíbulas abiertas; mis hermanas se cogían la mano; mi madre se recogía medio delantal mientras se acercaba a Josefina; las vecinas habían acudido y disputaban su puesto en primera fila… mi padre, en actitud displicente, pero con inocultable nerviosismo preguntaba:
-Que?
-Dime
-Es bueno?
….
-Pshe… tiene buena pinta
-Es de donde siempre?
…
-Pues claro… venga, dale caña.
Entonces mi tío sacaba un cuchillo pequeño, cortito, lo llevaba dentro de una funda azul y despreciaba el largo cuchillo que se postraba inactivo desde hacía días en su puesto… colocaba su cuchillito al frente, como ofreciendo un sacrificio y para mostrar a todos la herramienta con la que iba a obrar milagros en aquella pierna muerta.
Mientras tanto, mi madre le había acercado una botella de Oloroso y una vieja banqueta que durante todo el año se guardaba en el desván.
Mi tío se sentaba a horcajadas sobre ella, se quitaba el abrigo y remangaba la camisa por tres veces, miraba al público, sonreía… y procedía a efectuar las más intrigantes de las incisiones…
Uno, dos, tres… tres incisiones y tres trozos de piel parda depositados con cuidado en un plato…
Cuatro, cinco, seis… tres trocitos de tocinillo que nos disputábamos los cuatro hermanos.
Siete… otro tocinillo para mi hermana Ana, que siempre se quedaba sin su trozo.
Y después cortaba pequeños cuadraditos, deliciosos, perfectos, geométricos y salados.
Y venían las visitas; el médico; el ATS, al que nosotros llamábamos tío pincho… y el teniente de la guardia civil, que he de reconocer que me caía bien… y el jamón casi no lo probábamos, que se lo comían los cabrones, pero era un placer tanta gente, que a veces entre la bata del médico, la capa del guardia civil y la sotana del cura, aquello parecía una zarzuela.
Y el jamón siempre era bueno
Feliz Navidad.
Dedicado a la Hija de Eloisa, que se ha pedido por su cumpleaños un jamón de PataNegra.
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