“Víboras en el tren”
Lunes y jueves llegaban a estación Ardiles contenedores metálicos de serpientes; los receptáculos fácilmente distinguibles por su color verde flora, anchos y rechonchos, geométricamente similares, plagados de agujeritos para ventilación, sólo se diferenciaban entre sí por el logotipo estampado en la tapa, y la sigla o nombre completo de las instituciones a las que eran remitidos.
Nadie podía confundirlos con otros tambores, por su hechura, los de pintura más altos, los de combustible también, con variedad de colores y marcas; la gente estaba acostumbrada a verlos vacíos o llenos, abiertos o cerrados, con o sin precinto de seguridad porque hacía años que desde el Hospital Independencia en Santiago del Estero, el Instituto Malbrán en Buenos Aires y algunos laboratorios privados de distintas localidades los solicitaban para investigación y estudio.
Los cazadores de víboras, las acopiaban separándolas por especies y tamaños hasta tener buena cantidad reunida que justificara el envío; obtenían por ello razonable paga, retribución al riesgo y dedicación específica a una tarea nada agradable.
En los serpentarios de los organismos o instituciones que lo requerían trabajaban con esos ejemplares en exploraciones de diverso tipo, la mayoría orientados a experiencias con la crotoxina y el perfeccionamiento de los antídotos contra el veneno, fundamental en el logro de los sueros antiofídicos.
Los peligrosos cilindros guardaban celosamente en su respetable circunferencia especimenes de cascabel, yarará, de la cruz, coral, y del tipo de las culebras como la víbora verde, falsa coral y boas lampalaguas.
Cada recipiente transportaba muchos ofidios según su longitud y peso; así podía haber una docena de cascabeles, o yararás, o verdes; veinticuatro corales, falsas corales o de la cruz, y por supuesto no más de una lampalagua joven de reducida dimensión, por tarro.
Desde el atardecer del día de la carga los lugareños comenzaban a acercar sus entregas a la balanza de la galería principal, donde una vez pesadas por el ayudante de ferrocarril se las precintaba en la bisagra de seguridad, que unía la tapa al contenedor.
El empleado verificaba el contenido, tomaba nota para la confección de la carta de porte con kilos y especie, terminando con el cruce de un suncho de metal o un alambre especial colocado como abrazadera en el soporte de la charnela, al que unía en sus extremidades con un plomo aplastado, con una pinza ferroviaria específica y exclusiva en la que quedaba grabado en relieve las iniciales del Ferrocarril Bartolomé Mitre en garantía de certidumbre.
La presencia de esa encomienda en tal cercanía daba pábulo a los pasajeros para discurrir en todo tipo de comentarios y anécdotas, casi siempre transitando el mito, las leyendas, los dichos y la invención. La bíblica especie siempre ha dado lugar a narraciones derivadas de las más frondosas imaginaciones por lo común lindando en lo fantástico.
El tren en el que serían fletados pasaba normalmente a las veintidós, procedente de Tucumán rumbo a Retiro, el compartimiento de carga usualmente era el vagón encomienda o vagón estafeta por ser el de más prontos despachos y entrega, pero además el más cómodo para la estiba pues al encontrarse enganchado cerca de la locomotora, permitía estacionarlo en el lugar más apropiado, casi donde termina el andén, espacio precisamente reservado para carga de paquetes, cajas, embalajes etc. En el mismo sitio se abordaban jaulas con aves, cabras, cerdos, ovejas etc.; atados a sus cordeles junto a fardos de pasto, bolsas con granos y frutos.
Aquella noche todo transcurría sin novedad, al arribo del tren los serpentarios fueron izados al lugar correspondiente, en el que dos empleados estafeteros de abordo se encargaron de acomodarlos. Los desplazamientos de esos objetos de riesgo eran realizados con la maniática cautela y el estilo de costumbre en el oficio.
La formación del convoy se componía de un vagón de carga preferencial de entrega urgente, inmediatamente enganchado a la máquina, el mencionado carro de equipajes, unido tras él, integrando el resto de la fila, el coche dormitorio, el coche comedor, dos vagones pullman correspondientes a primera clase con asientos reclinables, cuatro de segunda, con asientos de posición giratoria y dos de tercera con rústicos asientos fijos, todavía de madera.
Al confeccionar el formulario para la guía de encomienda cayó en la cuenta de que era viernes trece, “superstición” pensó mientras redactaba, “religión de los ignorantes” continuó cavilando, con un aforismo que había escuchado días antes de boca de una persona creíble.
Terminando su trajinar uno de los estafeteros balbuceó enérgicamente:
_ “Son trece”, para que su compañero confirmara el envío con el ayudante en el andén.
_ “Sí, la yeta”, replicó aquel.
_ “Y hoy es viernes trece”, profirió el de abajo destacando la casualidad o sugiriendo manejarse con prudencia. “Yo no hubiera venido, me quedaba en el catre como siempre, pero mi mujer me hinchaba tanto las pelotas, así que acá estoy”, rezongaba.
_ “Pero ya se termina”, continuó el de arriba en un tono pretendidamente seguro y tranquilizador.
_ “Hay que creer o reventar” dijo el primero “ya llevamos casi dos horas de atraso desde que salimos de Tucumán”.
_ “Y... son fierros, las máquinas son máquinas”, remató el otro en alusión a los desperfectos técnicos con que venía la tracción.
Todo estaba dispuesto, los pasajeros abordo, las despedidas, las tres campanadas de la estación ordenando al guarda dar su señal de silbato para partir y las señales con el farol de mano dando luz verde a los maquinistas, el tren arrancaba lenta y pesadamente.
La luz roja del furgón de cola ya estaba a unos cientos de metros cuando alguien gritó:
_ “Una víbora... me picó una víbora”.
El auxiliar ferroviario yacía en el suelo de finas piedritas que tapizan la plataforma del andén recogiéndose los pantalones, desgarrándose la botamanga, contorsionándose de dolor, no alcanzaba a verse nada pero la escena resultaba familiar por lo que al verlo el jefe de la estación corrió como un rayo hasta el cabín de las señales, para activar las palancas que bajaran la local y la distancia poniendo en rojo la luz que debería anunciarles a los conductores detención por emergencia.
En aquellos años (los hermosos ’60), no existían handies, wolki talki, ni mucho menos teléfonos inalámbricos, celulares o satelitales y en las maniobras con trenes sólo había forma de comunicarse con los maquinistas por señas de manos, brazos y banderillas de color verde o rojo durante el día y señales luminosas con farol de mano alumbrado a querosén, con una manivela superior giratoria en el sentido de las agujas del reloj, que hacían que el cilindro de vidrio interior girara en sus tres posiciones: blanco, verde y rojo; todo ello dentro del alcance de la visibilidad cercana.
Pero una vez despachado un convoy traspasada la señal local, (la más cercana a la estación, marcando un kilómetro a derecha e izquierda el ejido urbano, con los pasos a niveles de acceso al pueblo), sólo quedaba la señal distancia a dos kilómetros; ambas eran el instrumento de escuetos mensajes entablados entre el personal de movimiento de trenes con los maquinistas y foguistas. Así las señales bajas (oblicuas) permitían el ingreso del tren a la estación a su zona de maniobras, considerándose “señal de vía libre”; mientras, las señales altas (horizontales) impedían el acceso prohibiendo transitar, “señal de vía ocupada”.
Pero pasada la estación, despachado el tren, y antes de perder todo contacto con él hasta la próxima se podía manipular las señales en sentido inverso al anterior; de modo que los maquinistas interpretaban que una señal horizontal daba paso y una oblicua ordenaba detención, mientras que si subía y bajaba intermitentemente se le ordenaba regresar a la estación.
Esto último es lo que el jefe ordenaba en emergencia, en la esperanza de ser percibido a tiempo por los conductores, intentaba así, hacer llevar al envenenado a la ciudad de La Banda a una hora de ahí. Sólo de ese modo podría salvárselo, en el pueblo no había médico, ni enfermero, ni suero antitóxico, ni nadie que lo supiera inyectar de haber habido, esa era la dramática realidad por entonces.
No había otra alternativa, el próximo sería un “tren hacienda” (compuesto normalmente por cuarenta vagones jaulas) que procedente de Herrera pasaría, de hacerlo a horario a las seis de la mañana y llegaría cuatro horas después a Alderete, la estación anterior a Tucumán, donde estaban los corrales y ferias ganaderas, terminando allí su recorrido.
Si bien ese convoy tendría tránsito preferencial por transportar ganado en pie, la pesada formación aún tirada por dos locomotoras diesel no era un rápido de pasajeros sino un expreso vaquero.
Se estaba ante un dilema a resolverlo en segundos, pues:
_ ¿Y después cómo llevarlo a la ciudad? Se preguntaban los curiosos, al tiempo que se condolían del intoxicado que paulatinamente perdía la conciencia en constantes estertores convulsivos.
La brusca frenada de una formación de vagones ya a regular velocidad y transitando una pendiente del terreno, provocó golpes y caídas entre los pasajeros sorprendidos por la inercia física, alarmados por el rechinar de las ruedas que en fricción con los rieles salpicaban chispas hacía los costados; el deslizamiento demoró varios segundos durante los cuales los coches se topetaban entre sí inestablemente deteniéndose a cuatrocientos metros del inicio de la acción. Un denso polvaderal los cubrió largo rato.
Con el ajetreo, objetos y personas perdieron temporariamente su estabilidad por lo que tardaron minutos en recomponer la situación, simultáneamente al reacomodamiento para volver a la calma, la hilera volvía al punto de partida, provocando ansiedad en el pasaje.
Nuevamente en Ardiles, y a sugerencia del guarda, el enfermo fue colocado en un compartimiento vacío del coche dormitorio; mientras aquel dirigía la tarea por ser el único poseedor de llaves de esos aposentos; el jefe de la estación, recorría de viva voz los coches a la búsqueda de algún circunstancial médico o enfermero que pudiera encontrarse entre el pasaje, transitando sin éxito toda la columna.
Por respuesta sólo se escuchaban comentarios típicos para la contingencia:
_ ¡No le den agua!...decían algunos.
_ ¡Que alguien se anime a cortar finito los puntos de mordedura, los chupe y escupa el veneno!...decían otros.
_ “Si, pero si pasó mucho tiempo ya no sirve, la ponzoña ya está en la sangre” afirmaban supuestos experimentados.
Finalmente el comisario, más por amigo de la víctima que por entendido se ofreció a viajar junto al cuerpo jadeante que ya paralizado tornaba a un color oscuro mientras se inflamaba. La dramática situación parecía estar siendo felizmente encaminada; era las cero trece cuando el tren partió nuevamente.
En la locomotora los maquinistas seguían renegando con desperfectos técnicos que empeoraban, la tracción se hacía lenta, trabajosa, y para colmo los servos frenos estaban dando signos de falta de presión, se notaba fácilmente en el hecho de que cada vez era más largo el recorrido de frenado hasta detener la marcha.
El pasajero nocturno enfilaba a velocidad normal hacia su próxima parada, Chaupi Pozo. En la oscuridad, la larga serpiente de hierro, dejaba ver las hileras de ventanitas iluminadas, semejando escaleras en movimiento ondulando la sinuosidad del relieve. Al trepar la empinada cuesta, el ritmo se hizo excesivamente lento, se iba a paso de hombre. Por diferentes motivos todos los pasajeros comenzaban a ser invadidos por la excandecencia, la fatiga y la desazón, oyéndose los acostumbrados comentarios acerca de la realidad de los ferrocarriles argentinos, la falta de inversión, el envejecimiento del material, las dificultades de mantenimiento, la desconsideración al usuario.
Un cimbronazo repentino detuvo el avance, los motores colapsaron, y el tren comenzó a retroceder en bajada. No había fuerza suficiente de tracción y ahora se volvía descontroladamente en punto muerto. El estremecimiento era colectivo, conocedores de esas peripecias se prepararon para pasar la noche, entre dos pueblos, en el medio de la negrura del monte, en la hondonada. Sólo la paciencia vencería al húmedo calor y a los nervios.
En el furgón de equipajes, las marchas y contramarchas habían desestabilizado varias veces a todos los bultos, las pilas fueron acomodadas y reacomodadas por los acalorados empleados del vagón que una y otra vez las veían caer y rodar, chocándose estruendosamente unas a otras. El excesivo afán de orden, para ir de antemano preparando los bártulos para descenderlos en cada estación siguiendo el cronograma previsto, les hacía desconcentrar la atención de los animales. Pero, en este último tramo, las arremetidas y tirones en la cadena de vagones habían terminado por mezclar y confundir bagajes, a pesar del esmero en el amarre.
El coche de al lado, parecía el más aislado de la realidad, en él, sus ocupantes dormían plácidamente en los camarotes de camas cuchetas para cuatro personas, sólo dos de ellos se hallaban desocupados hasta entonces; en uno se trasladaba al atacado y su acompañante, mientras el otro era circunstancialmente ocupado por el propio guarda del tren, para fugaces descansos intermedios a su actividad. En él dejaba su valija y efectos personales, tanto por comodidad cuanto por seguridad en la rutina horaria de su travesía y en ocasiones le era útil como cuarto de amante.
Detenido en la vaguada, tenuemente, se iban apagando las luces del convoy al irse descargando las baterías; a la una de la mañana, el personal de Chaupi Pozo, advertía la demora en la llegada del tren a horario, al que ni siquiera se le veía el faro de la locomotora distante, en caso de haber traspuesto la pronunciada curva en el ramal y que normalmente era el mejor anuncio de la formación en marcha.
Confirmada la anomalía, un empleado llamaba a Tráfico de Trenes de estación La Banda, para imponerlos de la novedad y recibir oportunamente respuesta, del tiempo que demandaría el envío de una “máquina liviana” que llegara en auxilio de la averiada. Caso contrario, habría que esperar al expreso vaquero hasta la madrugada.
En el camarote de la víctima, el comisario miraba compungido a su amigo de siempre y recorría mentalmente toda una vida recorrida juntos, desde el nacimiento sus destinos parecían fatalmente unidos. Su madre había amamantado al ferroviario por falta de leche de la propia y así crecieron inseparables como hermanos de teta.
Desde el comienzo lo compartieron todo:
_ ¡Y ahora compartía la mujer! Pensaba cargado de espontánea culpa.
Observaba en la penumbra el deforme rostro de ese hombre traicionado, echando amarillenta espuma por la boca, y un arrebato de furioso llanto lo venció.
_ ¿Qué otra cosa puedo hacer por él, más que acompañarlo? Se complacía en auto reproche.
Quiso acomodarlo mejor en el camastro, notó entonces, que el morado tórax de su amigo estaba haciendo reventar a la camisa y lo desabotonó. Giró cuidadosamente el torso desnudándolo, advirtió la rigidez de la musculatura convulsionada por el tóxico, desprendió el cinto del pantalón en el que una curiosa letra “P” lo había teñido con pintitas de sangre; , un profundo gemido de dolor le trasmitió angustia y desesperación.
La hora, la oscuridad, la soledad, la distancia y esa pena lo cubrieron de impotencia; tiró hacia abajo el pantalón con masculina naturalidad, el tosco movimiento hizo chocar su muñeca izquierda con el borceguí de fajina del yaciente. Un agudo pinchazo lo erizó, alcanzó a ver una finísima y pequeña coral ondeando sobre el arrugado pantalón que intentaba quitar.
_ ¡Mierda! Exclamó con sufrimiento e indignación.
Ahora él también estaba envenenado:
_ ¡Si hubiera traído mi revolver me pegaba un tiro en la mordedura y me deshacía de esta ponzoña como una centella! Conjeturaba.
_ ¡Pero no traje ni mi puñal, ni una cortaplumas, ni una alicate siquiera, para rebanar la carne y succionar la herida! Pensaba quejumbroso.
_ “No hubiera podido, tengo muelas picadas” Se conformaba convencido de que las muelas careadas absorben el veneno lo mismo.
_ “Que maldición” “Este es tu desquite hermano” Blasfemaba.
En un torbellino de ideas, abrió la ventanilla del camarote para pedir auxilio a los gritos, por un instante sintió la caricia refrescante de la brisa y el rocío. La fugaz satisfacción le hizo exclamar _ ¡Dios! Con susurrante y confesa resignación.
_ “Somos hermanos de leche” Gimió.
Nadie parecía escucharlo. Se introdujo, giró sobre su tronco, hizo dos pasos en el intento de abrir la puerta que daba al pasillo y desfalleció.
Adelante, los estafeteros descendieron para dialogar con los maquinistas, que rodeaban la locomotora aún con sus motores en marcha y exhalaba denso humo negro ocultando a las estrellas. Un penetrante olor a gasoil mezclado con aceite quemado invadía el lugar devorando al aire puro. Para matar el tiempo, uno de ellos sugirió una mateada, a lo que todos asintieron.
El comedido subió a la cabina para usar el calentador del agua y traer los utensilios más prontamente; decidieron quedarse abajo frente al haz de luz que proyectaba la tractora aprovechando el fresco, sentados sobre los rieles. Nada era mejor arriba, ni la temperatura, ni el espacio, ni el aire que se respiraba. A esa hora, ni los del coche dormitorio, ni los del comedor, ni los de la primera clase estaban cómodos. Sin luz, sin ventiladores y casi sin agua en los lavabos y en los sanitarios.
Al recorrer los pasillos, el guarda era sometido a todo tipo de interrogantes acerca de la parada, la demora, la rotura, el auxilio, el mordido, el agua, la luz... siendo chivo expiatorio de la contingencia. Sin perder la calma, con petulancia, se esforzaba por dar a la muchedumbre las mejores razones, llevándoles tranquilidad; su experiencia servía en estas eventualidades, para al menos, conocer a la gente y dar un mensaje esperanzador, colmado de paciencia santiagueña.
En el vagón encomienda, la urdimbre del mal enredaba sus hilos, una de las cabras estaba por parir; su balido de parturienta resultaba imperceptible en el estrépito de los motores cercanos. Sus fluidos vaginales, el olor a placenta, enloquecían a la lampalagua vecina, que entre contorción y contorción lograba vencer la resistencia del alambre en el gozne; sin mucho esfuerzo la tapa estaba abriéndose en contados minutos, para cuando el cabrito nació, la boa ya estaba afuera, esperándolo. Deglutirlo fue cosa de segundos, sus patitas aún no habían logrado erguirse y ya estaban en las fauces de la constrictora.
La poderosa mandíbula prensaba y el gigantesco tubo engullía pausada y rítmicamente al inocente animal, que había nacido para morir... mientras su pobre madre instintivamente daba patadas para extirpar los colgajos del mal parido y desprenderse de los últimos restos de placenta. Nadie notó el drama natural que se llevaba a cabo, por el poder de la vida sucumbía otro indefenso.
La otra cabra en yunta, lamía las ancas de su compañera, su comportamiento instintivo parecía darle alivio más que higiene, era la condolencia de la especie; a un costado, la jaula con dos cerdos vibraba con el chillido de los puercos, sus punzantes gruñidos eran señal desesperada del inminente peligro, sus reflejos de conservación, vaticinaban la presencia amenazante de temibles enemigos.
Las víboras estaban sueltas, una a una fueron liberándose de sus cautiverios, con los barquinazos, caídas y levantadas, frenadas y arrancadas, los golpes y las patadas, contribuían a la estampida; enloquecidas por el estruendo de motores descompuestos en continua vibración, asfixiadas por el intoxicante olor a gasoil y aceite quemado, buscaban escapar enfurecidas, cada resquicio de las tapas era aprovechado.
Lenta y subrepticiamente dominaban al tren que las sometía. La noche ya era de ellas. Decenas y decenas de ofidios furibundos se escurrían sigilosos rumbo al último vagón, alejándose instintivamente de ese infierno humano de encierro, ruido y aire destructor. Todas estaban libres.
En el primer camarote del coche dormitorio, un cotizado deportista, vivía momentos de placer con una joven, mezcla de modelo y actriz, frustrada en las dos profesiones. Ajenos absolutamente a los problemas que los rodeaban. Embriagados de alcohol y de goce dormían su cansancio sexual al desnudo, ambos lucían un mismo tatuaje, ella en la máxima convexidad de su glúteo izquierdo, él en su trabajado bíceps derecho.
Una figura artísticamente diseñada representaba al corazón envenenado de amor, en lugar de la clásica flecha de cupido, una ondulante serpiente azul verdoso, fosforescente, perforaba el corazón partiéndolo en minúsculas partículas rojas que en degradé lo hacían desaparecer. La misma mano debería haberlos incrustado por la absoluta coincidencia y simetría en los detalles, la parte de corazón que no estaba en ella estaba en él y viceversa. Toda la imagen era compensación, estética armonía, equilibrio absoluto en las formas. El uno para el otro en devolución y reciprocidad perpetua.
Estaban en el piso, habían quitado los colchones de sus camas a las que plegaron para ganar espacio, sus cuerpos enredados por la pasión y el desenfreno; ninguno de los dos estaba vigilante cuando una víbora de la cruz acarició sus pieles tibias y les perforó las venas.
Extrañamente, no hubo manifestación de molestia en ellos. El animal los rodeó escudriñando sus curvas, con lengüetazos censores resbaló varias veces entre los amantes dormidos y continuó buscando, hasta quedarse quieta, adoptando una enigmática letra “A”, igual a la cincelada con el bisturí de sus colmillos en esos bellos cuerpos.
En el pasillo, a pocos metros de allí otra pareja de mediocres, oportunistas del lugar y de la sombra, venidos de algún vagón vecino, arrastraba su desborde hormonal revolcándose una y otra vez sobre el tapiz de goma del suelo; perdidos en lo suyo, no escucharon los amenazantes cascabeles que anunciaban el ataque. Erguida en “L” marcaba a sus ya fáciles presas y frotaba airosa sus crótalos anuarios.
Sentado a una mesa del coche comedor, un robusto señor de unos ciento veinte kilos, descansaba su peso satisfaciendo solitario, su apetito de siempre. Canturreaba de alegría frente al plato conteniendo profusa comida, que exultante, había ordenado preparar, a pesar de la hora momentos antes.
_ “A los gustos hay que dárselos en vida _ le decía a su somnoliento acompañante _ y si uno los puede pagar nadie se debe quejar” sonriéndole a la vida se predisponía a degustar. En la panera de yute reposaba en espiral una yarará, extendiendo su longitud en forma de una “G”, no tardó en atacar, dejándole su sello a la diestra del famélico.
Del otro lado del mostrador, en sus quehaceres de cocina, el asistente refunfuñaba su bronca por tener que trabajar a esa hora de la madrugada y en esas condiciones, casi sin luz, con un hilito de agua y con poca higiene:
_ “Sólo para darle placer a un deforme hambriento _ se quejaba _ pero, el que tiene plata hace lo que quiere”, renegaba.
Al tiempo que mirando al cielo y cerrando los ojos, juntando sus manos elevadas en plegaria, de las que colgaba grosero un repasador; expresaba convencido:
_ “Como me gustaría estar en su lugar”; “Como quisiera tener la plata de él”.
Tomó los trastos para limpiar y un eléctrico dolor le nubló el pensamiento. Blasfemó una y otra vez, blasfemó; por entre los cubiertos vio deslizarse a la serpiente y haciéndose instintivamente del cuchillo más filoso de la vajilla desangró grueso filete de su propia carne. En solitario sufrimiento observó, como en el acero inoxidable de la mesada había formado una gran “E” con los coágulos de su sangre.
En uno de los primeros asientos, inmediatos a la puerta de salida al hall de lavabos y baño, viajando en primera clase, una pareja cincuentona discutía amargamente sobre el destino de su fortuna, de sus expresiones se desprendía la próxima ruptura. Los ofensivos reproches que se proferían rumiando las palabras para evitar el escándalo, terminaron cuando él como latigazo estrelló sus nudillos en la indefensa cara de la mujer. Buscando estar solo, se irguió violentamente, giró sobre sí mismo para asirse del picaporte y salir cuando una cruz le hincaba tenazmente sus colmillos, expeliéndole su mortífero veneno, en el mismo puño que hacía instantes se alzara criminalmente.
Al ver la escena y comprenderlo todo, su compañera todavía compungida, tomó a la serpiente con aplomo, buscando ciertamente hacerse morder por ella. El espanto se apoderó de los demás pasajeros que con terror miraban estupefactos sin decidirse a actuar.
Con intrepidez el mordido arrebató al ofidio por su cola y lo azotó contra la pana del tapizado, repitiendo ese gesto descontroladamente contra las celestes paredes del vagón. Cuando amainó, el pánico multiplicado en dolor se apoderó de los dos, mientras los absortos espectadores veían con horror la inmensa “I” que signaba al asiento y al furgón donde la víbora había sido castigada.
_ “¡¿Qué es esto?!”. Inquirió alguien. Sólo obtuvo cerrado silencio por respuesta.
En uno de los últimos vagones (los de tercera clase), hablaba el guarda con un grupo de pasajeros amistosos, convocados espontáneamente en torno a un guitarrero; con quienes hacía gala sobradamente de su capacidad y oficio. Decía ser experto en muchas cosas de la vida, pero lucía con particular inclinación en sus comentarios acerca de su facilidad en el arte de conquistar mujeres.
Medularmente machista, aseveraba que:
_ “Ellas hacen de la maternidad su bandera de victoria frente a nosotros, cuando en realidad una, a lo sumo puede parir dos veces al año y en el mismo tiempo el macho puede ayudar a concebir a más de trescientas sesenta”.
Según él si se lo proponía ninguna mujer le podría ser esquiva:
_ “Todo bicho que camina va ha parar al asador” esgrimía jactancioso, dando a entender que hembra que se le cruzaba, hembra que la hacía suya.
Entre ellos no faltaban contendientes que, un poco para mandarse la parte, otro poco para “tirarle la lengua”, rivalizaban en anécdotas. La mayoría asistente ya había captado la típica personalidad alabanciosa del ferroviario.
Entonces a uno del grupo se le ocurrió:
_ “Hacemos una apuesta”.
_ “Seguro” contestó el guarda.
_ “A que no se coge alguna mujer del tren, antes que arranque de vuelta”, continuó el proponente entusiasmado por la ocurrencia.
_ “Claro que sí”. Afirmó el petulante.
_ “¿Qué jugamos?” Dijo el primero más dubitativo.
Todos pensaron unos segundos hasta que alguien sugirió:
_ “El que pierde, tiene que retener un minuto en sus manos una víbora, de la especie que le toque, al abrir cualquiera de los tarros serpentarios de los que están en el vagón encomienda”.
_ “Están todos locos” expresó el guitarrero, en tanto tocaba una nueva canción intentando hacerlos desistir de la temeraria proposición.
_ “Ninguna mujer merece ese sacrificio”, sentenció el experto mujeriego, pero “Acepto”.
Hubo un momento de tensión, todos se miraron, varios en el grupo, presa de la natural angustia por el riesgo que una valentonada como la que se emprendía implicaba.
Un desconocido los instó por última vez, para devolverlos a la sensatez, hablándoles de lo irracional y precipitado de la apuesta, les dijo que era una chiquilinada, que pensaran lo que iban a hacer, que “las bromas pesadas cuestan caro”. etc. etc. Pero no hubo caso.
El guarda que hasta ese momento no tomaba mas que mate, (porque decía que en horas de servicio no probaba alcohol) pidió un vaso de vino como para darse coraje, lo saboreó:
_ “¡Riquito el tinto. He!”, Comentó con amigable agradecimiento, tomándose su tiempo.
_ “¿Alguno de ustedes tiene un negro?”. Pidió un cigarrillo.
El resto lo observaba sin comprender su frialdad. Luego que hubo tomado su tinto, y fumado su pucho, suspiró profunda y largamente como disfrutando de ese instante.
Y en claro gesto del que anticipa su victoria, exclamó:
_ “¿Alguien me da una pastilla de anís o de menta, si tienen?”.
El más callado y joven del grupo le tendió en su diestra un paquete, actitud que el guarda agradeció diciéndole:
_ “La primera regla de la conquista es un buen acercamiento y no lo hay sin un buen aliento”. “A la mujer como a la mariposa le encanta el olor a rosa”.
Dicho esto, se puso de pie y antes de retirarse a cautivar, preguntó con más suficiencia todavía:
_ “¿Y yo qué gano?”.
_ “Nada, el honor, jugamos por el honor”. “¿No le parece buen premio, frente a todos los demás?”, replicó su rival y agregó:
_ “Yo pienso como los orientales que si no se vive con honor al menos hay que morir con él”.
_ “Y yo sostengo que el que no vive para servir no sirve para vivir... por eso yo sirvo a las mujeres”. Espetó el ferroviario en tono altisonante y con picardía.
_ “Ese es mi mejor servicio a la vida”. Dijo gozoso y se marchó.
A prudencial y discreta distancia los muchachones lo seguían controlándole sus movimientos, así, iban pasando de vagón a vagón observando que el guarda detenía frecuentemente su andar para dialogar con absoluta displicencia con la gente, no parecía estar apremiado por el tiempo pues los minutos pasaban y nada serio hacía pensar que alguna dama hubiera “mordido su anzuelo”.
En la medida que los minutos trascurrían, la ansiedad se hacía más notoria en todos, pues si bien faltaba para las primeras luces del día, nadie sabía con precisión la hora de arribo de una máquina de auxilio.
A mitad del tren el guarda se encontró con los rumores de lo que estaba pasando en el vagón de primera, alarmándose por el curioso hecho, intentaba apurar el paso entre el sendero de asientos, pero ahora preocupado, pues pensaba “esto me complica la apuesta”, mientras se preguntaba: ¿Cómo una víbora en un vagón?, ¿Y en uno de primera clase...los más herméticos y seguros?.
_ ¿Cuánto hace de esto? Preguntó.
_ ¿Y hace más de una hora? Fue la respuesta de varios casi al unísono.
Sintió íntima vergüenza por estar entretenido en otras cosas cuando pasaba eso. Se tranquilizaba pensando que no podía estar en todo... y que un tren es como esos edificios de ciudad en los que la gente esta muy cerca y al mismo tiempo tan distante por que no se enteran lo que le pasa al vecino sino por casualidad, se vive en compartimentos estancos. Que les importa a los de primera lo que está pasando en tercera, o al revés. “Cada vagón es un mundo”. Se decía cada vez más inquieto y apesadumbrado. Tuvo la premura del responsable y se prometió también visitar el camarote en el que llevaban a su colega, el ayudante.
Pero tenía que ganar la apuesta y esa emoción lo invadía espiritualmente.
Llegó al sitio donde ya recostados a todo lo largo de sus asientos yacían los mordidos desavenidos. Los encontró desencajados, el tóxico consumiéndoles sus energías, tiritando, les entreabrió los párpados y en los dos, los ojos estaban en flama, repentinas convulsiones los desequilibraban a riesgo de caer de los asientos. Varios voluntarios los ayudaban a mantener en sus sitios; nada se podía hacer ante ese drama, sólo compadecer y acompañar.
_ ¿Qué es esto? Preguntó el guarda, señalando las manchas estampadas en el respaldo y en la pared, él también notaba con temeroso desconcierto esas letras “I” como pertenencia de ambos mordidos.
Alguien se encargó de relatarle los hechos, le mostraron al ejemplar de ofidio que yacía aplastado por los golpes, arrimado al zócalo, al pie de la ventanilla. El guarda tomó su lapicera y con cuidado husmeó al animal.
_ ¡Es una víbora de la cruz! Dijo señalando la triangular cabeza en la que una hermosa cruz del calvario resplandecía en la grisácea piel. Y agregó:
_ ¡Es bueno saberlo para hacer más rápida la inyección especifica del suero antiofídico, cuando lleguemos a La Banda!.
Enarboló en la punta de la estilográfica a la serpiente y la arrojó por la ventanilla, al jarillal; a unos metros, lo miraba su contrincante apostador, tomó entonces conciencia de que si había procedido con tantos reparos con una víbora muerta, ¿Cómo podría tomar con la mano y entre muchas, a una estando viva?.
Impartió algunas sugerencias sobre las atenciones a las víctimas de ahí en adelante a los pasajeros vecinos, en su calidad de autoridad ferroviaria, tras lo cual se dirigió a un asiento en el extremo opuesto del mismo vagón, en el que se encontraba indiferentemente sentada una mujer de unos treinta a treinta y cinco años.
Con el rabillo, escudriñó que leía el cuento “La víbora” de Alexéi N. Tolstoi y al acercarse a ella pensó sus primeras palabras, a pesar de lo cual ya ante la joven repentizó:
_ ¡Que casualidad! ¿No?
_ ¿Por qué? Contestó con voz agradable y permisiva ella.
_ Que esté usted leyendo sobre la víbora y pase esto tan raro en el vagón. Dijo él.
_ ¡OH causalidad! Replicó ella con aire místico.
La observó detenidamente mientras pensaba las diferencias de ese simple juego de letras, ni siquiera de palabra. Se aterró pensando que las serpientes pudieran elegir a quien morder. Y si fuera así ¿Porqué?. Ahora esta dama con aspecto entre metafísico e intelectual lo ponía en la disyuntiva ¿Continuar o no con el flirteo?. El diálogo ya estaba abierto. Quedaba por ver que lengua vencería.
La charla siguió, bajo la compulsiva mirada del apostador y sus acólitos que no perdían ningún movimiento del guarda, el tema, que se iniciaba como filosófico fue tornándose intimista y minutos más tarde ella caminaba hacia el coche comedor.
Al verla, en el contorno de sus prodigas curvas, su ondulante andar seductor, aceleraba el ritmo cardíaco; con aire triunfal el guardián del tren marchaba algunos pasos detrás. Entrando al compartimiento de mesas, unos gemidos de dolor los paralizó. Casi a tientas lograron llegar hasta el comensal grandote que semi inconsciente hizo un gesto señalando la mordedura, todavía no salían del pánico cuando el cocinero los instó a tener cuidado pues andaba alguna víbora en el comedor.
Mostrándoles la precaria venda que cubría su sangrante herida les explicó rápidamente lo sucedido y les indicó las extrañas letras que signaron la mesada y la panera:
_ Espero que pronto estemos en movimiento. Expresó el guarda ya con extreman inquietud.
Más, poseído por sus ansias de victoria que estremecido por los padecimientos de los infortunados envenenados, encontró el modo de convencer a la acompañante a su camarote.
Ninguno de los dos percibió al final del pasillo, en el otro extremo del coche dormitorio a las víctimas voluptuosas que yacían inconscientes, rígidas, por el efecto que el tóxico y el alcohol les invadía sus carnes.
Tampoco quiso tocar a la puerta del cuchitril vecino para no importunar al comisario al que hacía descansando junto a su amigo. Entró apresurado al suyo sabiendo que con ello se iniciaba la última parte de lo que estaba en prueba. Sentía la cercana presencia de sus persecutores y con inefable deleite se aprestaba a gozar el preludio del final.
_ “Se están cumpliendo los designios de la diosa de las serpientes” dijo ella en tanto él le extendía una petaca con güisqui barato sin prestarle demasiada atención a sus dichos. En verdad no hallaba ningún sentido en esos pensamientos confusos y rebuscados de la enigmática dama. Él estaba en otro nivel de ideas, en otra frecuencia, pero sintonizaban en algo en ese momento interesante...
_ ¡A los locos hay que seguirles la corriente! Se decía. ¡Sólo quiero ganar la apuesta! ¡Y falta tan poco!
Sus cuerpos no tardaron en fundirse, era una noche para aislarse de los males del mundo. Sus mentes se apresuraron a la concentración esencial, todo lo demás no importaba.
_ Es posible descomprimir la angustia de dolores ajenos si se subliman con placeres propios. Pensaba para sí la mujer. ¿Pero es sensato? Se reprochaba.
Los muchachotes desde afuera ponían oído a los ruidos de adentro, también constreñidos por lo que estaba pasando extrañamente en ese tren, todos coincidían en que la apuesta había acabado. Irrefutablemente ya había un ganador; entonces sin más dilación se dirigieron hacia el vagón encomienda para cumplir la prenda atinente al perdedor. Sorprendidos observaron que no había nadie en él, los estafeteros no estaban para pedirles el permiso que seguramente les habría sido denegado:
_ ¿Cómo violentar serpentarios herméticamente cerrados y sellados? _ Comentaron_
Para el personal ferroviario ello era una falta tan grave que equivaldría a un sumario interno, que conllevaría inevitable sanción y antecedentes negativos, para siempre.
Todo se allanaba, ahora en segundos, el apostador perdidoso debía abrir al azar cualquier tarro y extraer rápidamente una serpiente, reteniéndola un minuto.
El hombre tenía temple, con absoluta resolución ante la atónita mirada de sus compañeros se dirigió a uno de los potes asestó una patada al alambre que ataba el gozne y sin más levantó la tapa, todos quedaron congelados de tensión.
Pero... ¡Nada había adentro!
Siguió así con el siguiente, y con el siguiente y con el siguiente... ¡Ninguna víbora había allí!
Los siete muchachos dedujeron enseguida lo que pasaba. Con las extremas precauciones del caso, salieron a prevenir a la gente que había víboras en el tren. Al pasar frente a la puerta del camarote ocupado por el guarda los gritos de sufrimiento desgarrador de este los sobrecogieron, sin dudarlo arremetieron; en el camastro lo encontraron rodeado de docenas de diferentes serpientes, orificios sangrientos marcaban su cuerpo desgarrado.
Agonizaba, excesivas dosis de letales mezclas tóxicas lo atormentaban, como una constelación de pequeños punzantes lunares rojos en conjunto formaba una “S” y la mujer a su lado lo contemplaba ausente, extraviada, luciendo su desnudez adornada por un vestido de serpientes movedizas que no cesaban de danzar en ella, sin hacerle daño.
Era el tren de las víboras. Huyeron espantados. Ellas estaban atacando por selección. No cualquiera sería su víctima. Sólo restaba esperar el final.
Con los primeros rayos del sol, quizás respondiendo a una orden, racimos de serpientes se descolgaban de los vagones y se internaban en el monte.
Como la diosa de Knossos, la mujer divagante repetía:
_ “Cada trece siglos, trece años, trece meses, trece días y trece horas, habrá trece víctimas de las serpientes de la diosa”. “Sólo hay siete remedios”.
Para las ocho de la mañana, cuando la formación de vagones retomó la marcha, el antiquísimo vaticinio minoico estaba fatalmente cumplido...o casi.
Porque trece días más tarde, los medios de prensa describían con profusión de detalles, el macabro hallazgo, en el lujoso piso trece de un edificio torre de la zona de Retiro:
_ “Se trataba de un diputado nacional representante del pueblo tucumano y en su cuerpo se encontraron extraños orificios ordenadamente dispuestos que marcaban siete enigmáticas letras; a pesar del secreto sumarial, la pesquisa no descarta ninguna hipótesis, estándose a la espera de los resultados de la autopsia”.
“Curiosamente en el mismo día, una de sus secretarias fue mordida por una serpiente mientras trabajaba en una de las oficinas del Congreso Nacional; el excepcional suceso provocó una descomunal estampida de legisladores, asesores y empleados que terminó cuando personal de Bomberos de la Policía Federal dieron con el ofidio en un maletín de viajero de la infortunada”.
_ FIN _
Autor: Javier Pascual Salcedo Ré.
Rosario, 15 de febrero del 2000.
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