Queriendo permanecer unido a ella hasta que la muerte los separe, Juan Diego dio el sí ante el altar serrano de Guápulo, con olor a incienso y polvo del siglo pasado. Sin pensar en el porvenir, solamente en el futuro inmediato y en la luna de hiel, Rosaura volaba entre los pilares del Santuario, sin atender al viejo cura que repetía por segunda vez que los declaraba marido y mujer y que podían besarse. Diego la miraba y esperaba su reacción a las palabras del sacerdote, quería su beso, pero ella tenía la mirada enredada en las barbas de Jesucristo crucificado. En su sueño despierto tejía un velo de amor para cubrir el cuerpo de su amado. Tejía y tejía con los hilos de cera que chorreaban de las gordas, rojas velas del altar. Los segundos infinitos inundaron de silencio el Santuario, postergando los suspiros de complacencia de los invitados, al presenciar el beso de los novios. Las viejas cuchicheaban y los viejos tosían, guardando disimulados gargajos en pañuelos bordados con iniciales y empapados en colonia inglesa. El organista afinaba sus dedos, sacándose “cuyes” desesperados que sonaban con eco en el silencio de la iglesia.
En la mente de Rosaura desfilaban los santos que lloraban perlas como las de su tocado. Juan Diego levantó el velo, descubriendo el rostro volado de Rosaura y la besó en los labios. Las estrellas que lanzaban los flashes de los fotógrafos la sacaron de su mundo. Ella volvió en sí y dio fin al insípido y corto beso.
-No quiero fotos- le dijo a su estrenado esposo, -sería un desperdicio- -pero... – intentó reclamar Juan Diego.
-¡No quiero y punto final!-
Ave María, flores y arroz se fundían en el pasillo con alfombra roja al salir de la iglesia. Juan Diego, entre feliz y confundido y Rosaura apurada y mal genio, con el vestido recogido y dando zancadas, subieron al auto de colección perteneciente al abuelo de Juan Diego, el mismo que los llevaría al Hotel en Quito, donde sería la recepción y desde donde Rosaura podría ver el valle en el que volaban sus sueños dormidos.
Una larga fila de autos de todas las marcas, acompañó con sus pitos al lento coche de los novios en la cuesta del Valle de Guápulo.
Al subir a la ciudad, en una de las curvas, Rosaura sacó la cabeza por la ventanilla y logró ver al gringo Mike en su bicicleta bajando apurado por la cuesta. El mismo blue jean, camisa blanca Otavaleña y las viejas botas lodosas de siempre. Cuando el coche se cruzó con la bicicleta, Rosaura alcanzó a hacerle una señal con la mano. A gritos ordenó al chofer que detuviera el auto y se bajó sin importarle el esposo los invitados y la fiesta.
Rosaura de pie, al borde del barranco, vio asombrada como el gringo Mike, empezó a elevarse en su bicicleta. Un velo gigante rojo, le servía de vela y fue remontando el viento, perdiéndose en el cielo. Con su larga barba Jesucrística y sus sueños impuntuales de irrumpir en la iglesia y evitar el matrimonio de Rosaura. Ella voló a su encuentro.
7 de Octubre de 1998
|