Cuando Amador Cárdenas murió, tenía ochenta y nueve años. Los seis días previos a su muerte los había pasado en la casa de Lima. Sin embargo fueron muchos años, antes de que el viejo accediera a mudarse para allá. No abandonaría la hacienda todavía. Tenía que esperar, aunque nadie- Horacio Cárdenas llegó a pensar que ni siquiera su padre- sabía con plena certeza qué.
Hacía una mañana helada de otoño, sin embargo, cuando Amador Cárdenas saltó al pilar de la plaza del pueblo, y anunció su partida a la hacienda de su hijo Horacio.
Era propietario de una casa en Lima. Estaba cerca de la plaza y Amador Cárdenas estuvo de acuerdo en que era el lugar preciso para pasar sus días de viejo. La casa no había sido habitada en años y estaba cubierta por extensas capas de polvos en los rincones, acompañadas de vez en vez por telarañas camufladas.
El anciano no se preocupó por limpiar nada. Pasaba los días leyendo sus novelas y contemplando el paisaje desde el improvisado balcón del segundo piso. No salía de casa. Había contratado a Adela para tales quehaceres. No tendría más de quince años pero sólo la quería para la cocina y para que atendiera si algún pobre diablo llamaba a la puerta o molestaba por teléfono. Entraba a las ocho de la mañana y salía a las cinco de la tarde.
Fue en el tercer día de su estadía en Lima, cuando para Amador Cárdenas comenzaron los extraños sucesos. Habían tocado la puerta. Adela, como de costumbre, fue a atender al tiempo que Amador Cárdenas murmuraba "Pobres diablos azules".
-Era el correo, señor- dijo Adela llevando entre las manos un arreglo de flores que le tapaba la cara-. Trajeron esto para usted.
Dejó las flores en la mesa y volvió a la cocina. Amador Cárdenas dejó el periódico a un lado y tomó la tarjeta que estaba clavada en un narciso:
Mi sincero pésame, por el que fue un gran padre, hermano y amigo.
-¡Qué carajo!- murmuró el viejo y dejó olvidado el presente.
Esto sucedió a las once de la mañana aproximadamente. El resto del día estuvo ocupado por otros arreglos florales con otras tarjetas de pésame.
-¿Quién se murió, señor?- le dijo Adela a la hora del almuerzo.
-Nadie, niña-contestó el viejo de mal humor, con los ojos fijos en la sopa. Luego de un momento, la miró-: ¿De dónde vienen? ¿Preguntaste?
-No, señor.
-¡Pues pregunta, niña, pregunta!- estalló.
Se levantó de la mesa y subió al teléfono.
-Compañía de correo. Sí, sí, parece que ha habido un error por unos envíos fúnebres a mi casa. Acá no se ha muerto nadie, señorita. Va a confirmalo. Está bien, señorita. No, no, sólo yo vivo acá, señorita. Va a arreglar el problema. Gracias señorita, Buentas tardes, señorita.
Colgó, de un humor renovado.
Sin embargo, aquel no duró mucho. A las once de la noche, la sala estaba repleta de los arreglos que fueron llegando y para el otro día no pararon.
-¿Ahora sí preguntaste, niña?
-Sí, señor.
-¿De dónde pues?
-De la haciendo Diablo Viejo dice el cartero, señor.
-¡Válgame Dios!-murmuró.
Tal vez como respuesta a estas palabras que clamaban auxilio, nadie más llamó a la puerta aquel cuarto día.
Al quinto día, Adela no se pareció.
-¡Bendita la niña que me tocó!- maldijo el viejo.
Y los recados comenzaron a llegar una vez más. Y la Compañía de correo no contestaba. Y por primera vez en cinco días, Amador Cárdenas abandonó la casa. Fue a llamar por teléfono a la calle, aunque nunca supo por qué. Entró a una tienda donde tenían teléfono.
-Me cambia esta moneda, la llamada no será larga- le dijo al encargado que hablaba con su mujer. No respondió-. Me cambia esta moneda, la llamada no será larga- repitió. No obstante, una vez más, no hubo respuesta.
Tuvo, entonces, que conformarse con la moneda que tenía y la metió.
-Hijo, Horacio.
-¿Papá?
Era una voz extraña, apagada. Como si temiera por algo.
-Hijo, tengo que preguntarte algo.
No hubo respuesta. Sin embargo, Amador Cárdenas continuó.
-¿Ha habido rumores, allá en el pueblo, de que estoy, ya sabes, muerto?
Una vez más, no hubo respuesta.
Colgó.
Al salir de la tienda, chocó con hombre delgado y alto de bigote negro, tenía aspecto de ir a un velorio. Los ruidos de la ciudad, no obstante, apagaron la fugacidad de aquel encuentro y fueron tomando forma mientras caminaba entre el tumulto de gente que iba apareciendo paulatinamente. Las horas atravesaron el tiempo entonces. Hasta que el sexto día llegó.
Una pila de carros bloqueaba la entrada a su casa. Entre ellos-aquello no impactó al anciano, sabía que había llegado la hora- una carroza.
Cuando entró a la casa, distinguió a algunos familiares y amigos cercanos, entre ellos a Horacio Cárdenas. Estaban vestidos de negro, como era de esperarse.
El féretro era blanco, no obstante, tal como lo había descrito una vez de borracho. Sin embargo, no quiso acercarse. No era necesario.
Cuando Amador Cárdenas murió, tenía ochenta y nueve años. Entretanto, el hombre de bigote negro lo esperaba en la puerta, como llamándolo. Obedeció enseguida. Era una camino largo el que había que recorrer. Era, al menos, lo que había escuchado en las historias de la hacienda. |