“Conoce a tu aldea y serás universal” (Leon Tolstoi)
El amor es como un virus... Un virus con el cual no se desea vacuna.
Sube el hombre de los helados a cien pesos y no resisto comprarle uno para esta bola de boliche que tengo en la garganta…Miro por la ventana y contemplo con latigazos a la córnea una serie de objetos difusos. Como película antigua. Estirada como chicle y rumiándola como vaca. Niños jugando en el parque, comiendo golosinas a bajo costo, riendo, soñando, mirando la nada igual que yo, parejas abrazadas, heterosexuales en estas circunstancias, que se aborrecen mutuamente por el dinero de las compras y apenas dándose afecto, señoras septuagenarias tomadas de la mano como caracoles apareándose y mirando con repulsión a una chica de pelo verde y a otra bastante subida de peso que pasan por su lado y después se van a rezar tal piedras, animales sin dueño puestos a la hoguera del tránsito, semáforos tomando el control, muertos vivos y vivos muertos. Es un espectáculo deprimente y esperanzador al unísono. Incluso veo los periódicos de los kioscos y la sangre adorna con terrible belleza todos los titulares, igual que cuerpos de carnicería embobados con rimel y sed de flashes de cámara y personajes políticos degollados por las crueles lenguas de la plebe. Modelos de plástico, hombres con penes tan rancios como sus mentes en forma de pelota y niños violados por la calamidad y el ultraje del adulto inmune… Es la luz perfecta mezclada con la malignidad. Lo terrible de todo esto es que pocos saben de las condiciones en que el mundo trata de evolucionar, aunque eso cueste millones de muertes, hambrientos, peques solos sin juguetes, hombres y mujeres llorando sangre por el verdadero amor y recibiendo un puto final de telenovela. Da rabia. Lo terrible y maravilloso a la vez es ese mismo dolor, al final terminamos lamiendo esa calavera con cosquilleo, porque terminamos felices de todas formas, aún si tenemos pies menos por la gangrena o un ojo menos por el botellazo de vidrio que me dio un calvo adolescente con swásticas bordadas en el antebrazo en el barrio de los andrógenos. Adiós, prójimo...
Los autobuses generalmente los encuentro escenarios perfectos de tal espectáculo. A mi lado hay una señora con bolsas del supermercado, Chocapic y cajas de fósforos que de reojo veo, que me mira con extrañeza. Será por las interrumpidas lágrimas, las estupendas y gordinflonas gotas de llanto que me empapan las mejillas y que se camuflan bajo mis tremendas gafas oscuras, digo yo, y no por el estridente rojo del pelo o mis botines escoceses con metales. La verdad me importa poco y nada si me mira los botines, yo miro de reojo sus sandalias cafés llenas de motas y las encuentro bastante bonitas, yo al menos las usaría un domingo después de almuerzo. Si me hubiera preguntado que era lo que me pasaba, probablemente le hubiera dicho esto mismo, pero a su edad no lo hubiera digerido, la habría oído tal vez por cortesía. Mijito, ¿está bien?, me termina preguntando, para mi sorpresa. Me trago las lágrimas, no por pudor, sino porque ya no me quedaban. Sí, gracias, le dije ¿Necesita un pañuelo…? me agrega. Me quedo tieso. Ante esa preocupación, me rindo. Sí, si tengo. Gracias de nuevo. Me hace un gesto de satisfacción y al final termina comprándose un helado; aún el caballero no se baja de la máquina porque está haciendo oro con sus Chocolitos a cien… Es extraño, porque casi todo el tiempo no miro a la gente en los autobuses y cuando lo hago es la nada existente, porque cada uno está en su propio mundo, y pocas veces logro inhalar un clima de respeto recalcitrante y se torna patético cuando en un ambiente más abierto cualquiera puede gritarle a otras groserías implacables. En los autobuses nadie le dice qué está mal o qué bien a nadie, alguien puede comprarle un helado a estos señores que se suben con toda la gracia del mundo a gritar con gargajos y belleza de bajos recursos para que les compren su mercancía y nadie se opone, alguien le puede dar un beso a una persona del mismo sexo en pleno viaje y el caballero que viaja solo de terno y maleta gris de al lado puede mirar con ambigüedad la situación y aún así no dice nada y se zambulle a leer en secreto sus cuentos eróticos soñando con odas al vino, y pueden estar las que lloran sin ningún hombro llano de sentimientos cerca y llorar como cocodrilos mientras contemplan la travesía por la ventana, y allí encajo yo. Y en los colectivos o taxis, es lo mismo, incluso mejor... Es tan íntimo el espacio del auto que en un viaje de dos horas una chica con tatuajes de camarones en el antebrazo con su bebé, una aristocrática señora cincuentona de pelo teñido y anillos de ámbar con una tremenda vulnerabilidad a sus espaldas que fue criada toda su vida con cochayuyos a la orilla del mar, un bigotudo peruano pestilente de marihuana, un chico punkie de arete en nariz tal toro y pelo morado, y el conductor de rasgos orientales y fumando de su pipa con la ventana abierta, pueden convertirse en las personas más dicharacheras del mundo. Cualquier incidente desencadena la conexión insaciable. Un accidente, si el conductor recibe una llamada, si algún carabinero lo detiene, si alguien se encuentra hablando del tráfico o se está riendo. Una tarde de presagios en espiral, tuve esa suerte, aunque disté mucho de tal realismo mágico. De vuelta de clases le extendí el brazo al chofer para cancelar el pasaje. Me estira la mano y en eso otra, más oscura que la mía y con los dedos infestos en tiza, se me cruza en el camino. Era el primer afro americano criollo que veía en mi presencia y a milímetros de distancia pagándole los trescientos pesos del vehículo, porque en mi ciudad los extranjeros son escasos ¡Ah, perdón! , exclamé. No importas, me dijo. El tipo era un ser no superior a los treinta años. Estábamos solo los dos atrás. Sobraba espacio como para que un águila se sentara. Es que ni siquieras me dis cuentas, agregaba. El hombre parecía incómodo y movedizo, entre tanta bolsa de supermercado y mochila que tenía encima. Me rendí a su impaciencia comprensible y le socorrí ¿Le ayudo? , susurré. ¿No le importas?, me preguntó, en un español aún novato para la cotidianeidad. Me quedé sin palabras. Obviamente no tenía inconvenientes de gravedad. ¡Pero, claro!, le dije. Es que todos me dicen eso, pero al final nadie me ayudas, suspiró. Me quedé aún más callado ¿Por qué? agregué, extrañado y frunciendo el ceño, ¿porque usted es negro?, le inquirí. Nos, porque tengos SIDA... Le ayudé a sacarse algunas bolsas para que pudiese pagar bien el pasaje, con ansiedad por mi ingenuidad. Si no me hubiese dicho eso, no habría notado el tremendo espejo de sobrevivencia que tenía en ese fantasmal y ojeroso rostro de color con la muerte besándole el cuello. Suponía que estaba en tratamiento, su deterioro era obvio y eso me dejó indefenso ante el hallazgo, pero algo demasiado poderoso, como el susurro caliente de un santo, me decía que detrás de toda esa simpatía con raíces afro americanas, ni siquiera había enfermedad. Ni en su corazón ni en sus tripas. Al final, me puse a recordar cuando veía a través de los relatos orales a mi ojerosa abuela, siendo arrastrada a las puertas del cielo por el escopetazo en la cabeza, cuando ni siquiera yo había nacido. Nunca me pude convencer que nunca más la iría a ver así de fuerte. Ni menos cuando en esos años se peleaban a codazos por comprar papel higiénico y dulce de membrillo a buen precio a primera hora de la mañana, antes que empezaran los toques de queda. Los ojos se me humedecen y sólo me dedico a mirar por la ventana rumiando aún más la mente, viendo a los niños correr hacia una costosa máquina de peluches mientras que otros, con un zapato menos, paran a la gente en plena avenida ofreciendo calendarios en miniatura del Winnie Pooh a cambio de miserables cien pesos…Imagino que en esos años, mis abuelos no trepidaban en hacerse los muertos cuando llegaba la hora del toque de queda y, como nadie debía permanecer en las calles por orden, no pensaban en otra cosa mejor que actuar en el asfalto como víctimas, como verdadero duelo contra la expiración y el poder, aún cuando a mi abuela una vez le pegaron para cerciorarse de que efectivamente estaba inanimada. Es curioso, pero a veces me gustaría poder hacerme el difunto por unos minutos y ver como reacciona el mundo ante tal disyuntiva. Me llorarían, sin duda, pero ¿valdría la pena ese calvario?
Sigo viendo por esta vitrina de la naturaleza humana y logro imaginarme cómo sería actuar de esa forma, por ejemplo, si todos los no-judeo cristianos del mundo Occidental se vieran en esa situación, como un exterminio de almas religiosas, botados en el suelo por no ser cristianos a la espeluznante american way. Horror. Colapso de mulas. Sería la secuela de Auschwitz. Pienso en mí y bien modestamente podría haber sido una carnicería. Desechos nucleares. No lo pesquen. No se junten con esto. Suelten al burro. Láncenle el toro. Viólenlo con púas. Sacrílego. Péguenle. Destiérrenlo. Bótenlo. Avergüéncelo. Que no tenga familia, ni hijos, ni pareja, ni derechos. En mi caso, sería una versión en pañales de ‘estudiante, escritor novato, cristiano-judío por dentro, seguidor franco del dadaísmo y el surrealismo, cinéfilo de nacimiento y criado en las ciencias, coleccionista de libros, música y películas clandestinas, paladín de las minorías y tolerante con las masas, incomprensible e incomprendido, humanista acérrimo, simpatizante con el comunismo, burlón descarado del capitalismo, bufón de las costumbres, enemigo a escondidas de los medios de comunicación globalizados, ignorante para las matemáticas, con pasión como una cualidad y una hipersensibilidad estúpida como un defecto’, una mención que hubiese sido caviar para los destructores alemanes. No tendría por donde haber escapado. Si no me daban a fogonazos, me darían de comer a los perros. Si no hubiera habido perros, me comerían los mismos alemanes. No podría haber actuado como cadáver en la calle, al igual que mis abuelos allá por esos años dominados por la militancia. En el mejor de los casos, me hubiesen puesto a la hoguera o cercenado en la guillotina con festín de carne, pero me acostumbré a vivir con la llama negra de la sociedad, refregándome la cara día y noche sacra, aún si me dicen te amo o me das asco al mismo tiempo y no saber quién te dice la verdad y quién la efectiva. Me puede doler mucho más que una sanguinolenta cicatriz, un latigazo en la espalda tal Yavé o el escupo verdoso de un soldado.
Cuando estaba en el Kinder, allá por fines de los años ochenta, sabía que mi actitud siempre sería la de un emancipado, aunque fuese en versión cartón piedra a los trece años. Yo sería algo especial, tuberculoso, torpe, híbrido decente. Bastardo de mi época. Sin sugestiones, alguien parió a la aberración encarnada de mi generación. La generación del PC y CD, la de la colación con microondas, del fanatismo en cadena, de los celulares a la vena, de la competencia Narcisa, de los viernes ponzoñosos con cervezas y la era de los estudios por flojera y no por amor. Digna y pura como leche de pecho, virgen, macedonia, medieval, pedregosa. No sé si mis padres estarán inflados de orgullo en estos momentos leyendo estas delirantes confesiones, pero tengo claro que ese amor nadie me lo arrebata ni discute, al menos cuando no se trataba de disecar mi estética de juventud o actos en letras que en su jocoso vocabulario a la antigua significaban locuras por las que no valía la pena pelear ni machucarse, como escribir sobre gente que ama a otros de su mismo sexo o se enamora sin planeárselo de un sacerdote, tratar con drogadictos en retiro, cartoneras, vegetarianos, budistas o tener amigas superiores a los treinta años siendo mamás solteras, personas que en la pirámide caucásica judeo-cristiana-usual a la chilena, no tendrían cabida, porque eso es precisamente lo que la sociedad del engranaje, los discípulos ultra dependientes, quieren; no incluirlos en el álbum de fotos, y ni siquiera tener la molestia de conocerlos, porque la televisión dice, la televisión muestra, la televisión es esto y lo otro, dice la verdad, dice que son malos, dice que están perdidos, dicen que no tienen vida… ¡Han concebido al hijo no deseado de la era del DVD, al bicharraco del tradicionalismo!, parecieran ser los gritos de protesta cerca de mi villa. Esto salió; mi propia aberración conmigo mismo. Si hubiese sabido del mundo al que me iría a enfrentar y ser de espectador-protagonista estando aún nadando como mancebo en esa piscina de gelatina amniótica, probablemente me hubiera quedado por un buen tiempo más en el vientre de mi madre, agarrado al cordón umbilical como langosta y no molestarme con este tipo de debates. Pero bueno, alguien de Arriba quería probablemente que dejara bien clara mi posición con respecto a esto y muchas otras cosas, y me dio el tremendo regalo de la vida y salir de las entrañas de mi mamá. Claro, estaba más pequeño en edad, pero era aún más déspota con mi propio respeto que ahora. No me respetaba un ápice ni me respetaban, o al menos eso creía, pero la Biblia ha dicho "Ojo por ojo, diente por diente”. Años después, me complazco en dislocar a una legión entera mimada por esas palabras algo egoístas con una cita de Gandhi: "La ley del ojo por ojo va a dejarnos a todos ciegos…" ¿Será que soy miope? ¿Un ciego de nacimiento? ¿Una aberración en quintaesencia? ¿Habrá tenido mi nación esos pensamientos hace treinta, cien años atrás en una Inquisición criolla o en el gobierno militar? Bueno, nunca he tenido problemas de vista, pero ojo: a veces, y sólo a veces, he deseado estar ciego sólo para cerciorarme del horror de no poder contemplar la belleza de lo terrible…O lo terrible de la belleza. Es algo tan simple y grotescamente cotidiano, pero pareciera que me demoro un mundo en tratar de disecar mi punto de vista. Inhalo el amor al mundo en un viaje con esencia a encierro humano y con personas a dos centímetros de distancia una de la otra mirándose los codos más que cualquier otra fiesta de colores estridentes. Porque es la sincronización de dioses. De Dios. Hasta del mismo Dios de las sanguijuelas, de las más sanguinarias existentes que chupan hasta las estrellas. Siempre he querido definir el amor. Me parece una discusión que se podría prolongar hasta el fin a la hora del almuerzo en vez de cercenarnos la alegría mascando por los ojos la cultura de ese cubo asesino que en vez de orejas, tiene antenas torcidas y chicharreos angelicales, la que nos aterroriza con sus celebridades, sus divas de plástico que se transforman en íconos a seguir, los rostros que adornan los kioscos con sus tragedias griegas que son el cebo de cuanta señora ortodoxa esté embobada en la vida ajena, cuando tal vez no tiene ni jolgorio en la suya propia...
Ahora este monstruo de la tecnología urbana vuelve a parar. Sube una señora que bordea el centenario a primera vista. Sus rodillas empiezan a dislocar y alguien de su misma generación, tambaleándose en los huesos que se le salen como ramas por todo el cuerpo, la ayuda para que se siente. Que belleza… No lo siento así cuando volteo hacia el exterior y veo a un pequeño pelirrojo con un peluche de quizás que caricatura, pisar con ganas unas hortensias ante la mirada risueña de sus padres insípidos que le incitan la muerte. No me importa si es un bebé o una planta, me interesa la representación de la muerte en sí; pisar algo, aplastarlo, derrocarlo, extinguirlo, sentirse como el dueño obsceno y quitarle la respiración. Me enloquece y me sale sangre por los ojos de pena. Mis gafas resultan ser salvadoras de tal derroche de salinidad. No, el amor es demasiado, es mucho, es como definir la existencia, el gusto por los chocolates, la formación de un embrión o a un profesor de filosofía. Más poderoso que el hambre, más maligno y adictivo que una pastilla de vitamina C, la única droga natural y hasta invisible que da gusto tomarla por cualquier vía porque no mata, bueno, no en cantidades corrosivas y que, irónicamente, no vamos en su búsqueda, toca a la puerta como un vendedor de caramelos y termina siendo el capitán del orgasmo espiritual. Es una enfermedad mágica que, a diferencia de esas pestilencias de bacterias verdugos de pus y uñas tétricas, se espera que nunca acabe y a la vez que sí; te infecta, te ahoga, te pone la lengua con asco y los intestinos te bailan con el vigor de unos mosquitos que te danzan ruidosamente mientras tratas de conciliar el sueño perdido, babeando en tu almohada y tornándote un santo gusano en las sábanas…Un trozo de diálogo, una llamada telefónica relámpago que justo te atrapa cuando preparabas un tazón de café en una tarde de aguacero, una mirada ambigua, un roce de manos, un destello de gestos patriarcales, de amores pasivos, de tacto infantil, de palabras dignas de un cataclismo, ese aroma implacable de colonia mezclada con calor a cuerpo transpirado que queda impregnado en el cojín, cualquier molécula de esa presencia omnipresente que se te desata en el cuerpo como pimienta picante hace que te olvides por unos segundos de la tierra giratoria y sus dramones. Te olvidas que hay otros mil entes afuera que pueden estar pasando por lo mismo, que pueden estar vomitando sangre o bilis del alma en el baño clamando por un beso o unas palabras y te das cuenta que tu enfermedad es epidémica. El amor me llega como relámpago, me chamusca, me dopa, me hace escribir como científico, mientras pienso en cuantos miles de seres pueden estar cercenándose sin darse cuenta, los unos a los otros…
Distingo a una monja bastante joven, creo que es novicia, pidiendo autobús; se ve simpática, atractiva, redondeada, vigorosa, de mejillas sonrosadas, feliz y se sube… Pienso que lo más bien pude haber sido sacerdote, un cartonero o un bebedor profesional… ¿Cómo será la vida cotidiana de ellos? No creo que recen cada quince minutos y se abstengan en pura sopa de tomates, aunque suena delicioso si se le ve por ese lado: si me obligaran a ver películas cada cuatro horas, escribir de noche y me diesen un plato de arroz en salsa de ajo con vino rossé congelado todos los días, me es el Edén…El sacerdocio lo encuentro genial, alguien que literalmente cede su vida a un deseo es supremo, no hablo de religión ni de prótesis mentales, sino de vocaciones por devoción, por garra; al diablo todos esos tradicionalistas y fundamentalistas decrépitos que van a la misa y después se burlan de la niña gorda que pasa las limosnas, del almuerzo narciso y del Microsoft con carne cruda; no tengo tiempo para escuchar coros depravados de satisfacción reprimida y de un logo Smile a la americana con espuelas y silicona roja, llena de odio a la diversidad y al prójimo que es diferente desde lo que come hasta con quién se acueste; no son más que ríos de excremento social, el verdadero veneno del planeta está invisible por doquier, en las revistas de celebridades, en los programas de televisión en horario estelar, en las pequeñas tragedias humanas que se dan a cada minuto, en cada molécula de mediocridad cotidiana. El sacerdote o la monjita se lanza de lleno a su manto de metas, y los o las que realmente tienen un corazón cual bodega, se dan cuenta de la calidad moral del mundo y sus espacios con tóxicas esporas que ganan dinero como mafiosos. Por ejemplo, mientras navegaba una noche por Internet, leía como un curita español de La Rioja proclamaba que Jesús estaba inscrito como el primer hombre bisexual de la historia de la humanidad. Por poco me dan náuseas de verdadero jolgorio, con risa apaciguadora y hasta tremebunda... ¿Dónde quedan esos hombrecillos sacros de calavera blanca y corazón de ébano que tanto menosprecian hasta la guerra tal hemoglobina, la diversidad de la naturaleza humana, el espíritu mismo del hombre y la quintaesencia de todo su cuerpo? En un mismo saco de basura, como abortos cósmicos, como los niños de la gran pared. La razón del por qué a Jesús lo denominaba así era por el hecho que proclamaba su amor a todos por igual, independiente de su sexo, edad, vocabulario, color o espíritu decadente; Jesús besa y alaba a estos seres, come y bebe con ellos, le escupen y los ama, sin la necesidad de tener relaciones sexuales, y, aún así, el pérfido destino es capaz de poner al Hijo de Dios como una lonja de tocino frito para matarlo ensartado y dejarlo sangrando en una cruz de madera, todo por haberle mostrado el amor al mundo. Ese tipo de injusticias me provoca escalofríos. No soy nadie, de hecho nadie, para corroborar los hechos bíblicos ni menos justificar mis inclinaciones religiosas, pero ¿cómo es posible que aún este noble y rebelde andrógino del Cielo terminase muerto en un vil contexto, por haber revolucionado un mercadeo de aires persas donde las riquezas eran zafiros de los trogloditas ciudadanos, atentando contra los bienes materiales, que se dejaba refrescar los pies con perfume por una prostituta y abrazaba a los incapacitados con ojo menos o brazo gangrenoso, haya terminado de esa manera? Bueno, los datos escritos en sepia por milenios confirman que ese siniestro ser llamado Poncio Pilatos fue el verdugo de su existencia, lavándose el crimen con agua, que ironía. Me pregunto, ¿por qué ese espíritu se ha hecho tan virulento con el lento caminar de la humanidad? ¿Quién se cree que es para juzgar a cualquier ser...? Yo no he ido a misa en bastante tiempo, y no crean que es porque detesto la Iglesia, no literalmente, difícil de explicar el asunto a alguien que esté sobre los treinta años criado en este continente, sino todo lo contrario. Admiro a Jesús, y hablo con él como quien toma un vino en pleno callejón parisino. ¿Y saben algo?, creo que mi religión desde niño se debe a ello, incluso a veces me siento un Jesús versión freak en mi modernidad por el hecho de codearme con los supuestos no-deseados y proclamar o al menos expresar mi amor al mundo, cosa que no ocurre al revés de la mayoría de los fieles que he conocido en mi vida. Conozco aún gente que sigue el amor de Jesús a su manera, que va a misa, canta a gritos y reza Rosarios, y, en contrapunto, vuelven a casa, a la dulce casa de miel agria, se quitan el hábito por la hora y media de esfuerzo mental, y dicen que les dan repulsión los homosexuales, los animales domésticos, los ateos, los pobres sin ética de higiene, los adolescentes de ropa negra y rosas rojas o los mapuches bochincheros. Caravana de perversiones. Es gracioso oír las contradicciones en la vida (y muchas veces no lo es), cuando ya no me queda otra cosa más que reír con ella. Si, amemos al mundo, mi hogar, mi deber, amor, pura dicha, pura añoranza, puro ácido implícito, risa infesta a escondidas, a pincelazos cínicos, de jolgorio podrido, de estar con el otro por agotamiento, por vergüenza, por estar con alguien sin sentimiento ni con una mínima gota de respeto ni cariño húmedo como lágrima, pero ojo: si es diferente, está destinado a la guillotina francesa. ¡Sacre bleu! ¿Por qué? Porque simplemente no es como el otro que lo acoge, supuestamente…Ya me es difícil, por ejemplo, encontrar a alguien que refresque los pies de una prostituta con colonia en plena calle. No conozco a ninguna prostituta que actualmente le perfumen los pies, salgo ésas que cobran sumas de diva que sólo caballeros con sombrero de copa se atreven a dar a gusto, bueno, pero es lo que me han dicho de una que otra fuente...Risas. Mucho de esto me lo he encontrado cabalmente a lo largo de mi corta vida. La mayoría de las veces que he ido a misa, ahora en estos últimos años no mucho por razones espirituales a la vista, me encontraba con una avalancha de discursos pro amor y paz, siempre con una que otra descomunal revolcada mental. Prestaba máxima atención o al menos trataba de hacerlo, siempre y cuando los pobres chillidos de los niños que a regañadientes los tenían escuchando el Evangelio sin entender párrafo alguno, no me interrumpiesen mucho y las abuelitas, y otras no tanto, no conversaran como grillos sobre la muchacha que lee la Segunda Lectura que recientemente había tenido una disputa fenomenal con el esposo que se fue de la casa porque embarazó a la vecina que era la amiga de aquella que se metió con el hermano y tuvo un hijo con…Una bola de nieve sin fin. Fue algo que nunca se me revirtió con el paso de los años, y confieso que las pocas veces que me disponía a descansar un poco la cabeza de tanto soprano leve y sincronismo dominical, veía los rostros de los demás feligreses y me asombraba la manera en que media masa de gente se concentraba en el piso de parqué, a hojear los libritos de las canciones tan siúticas (no importa la raza ni el color de la piel… ¡Qué bárbaro! ¿Cuántos realmente practican esas misivas literalmente en el diario vivir?), en vez de escuchar al cura que se desgarraba el alma y el trasero estando de pie diciéndonos a todos cómo amar al prójimo, pensando que quizás el esforzado pajarraco con túnica necesita ir al baño o quiere almorzar. Nadie piensa en eso. Me asombra.
Cuando vamos a un restaurante, es lo mismo; queremos que nos atiendan de inmediato, cuando se demoran pensamos que es el mismo mozo el pérfido culpable, pero no; puede ser que sea el único que está atendiendo a trece mesas distintas con trece y quizás más pedidos distintos; uno es humano, no un robot.
Si Jesús probablemente estuviese vivo hoy día, estaría feliz hablando sin prisa de cangrejos que no mueren, derechos humanos y filosofía en las esquinas de la urbe, rodeado de punkies risueños, de chicos adictos al neoprén, de prostitutas agobiadas, de ladrones acongojados, de ciegos desesperados, de infieles confundidos, de gentíos que aún pueden hacer buenas elecciones a tiempo, de ateos cuestionando a cada minuto la hermosura del mundo, de cabecitas calculadoras, de extranjeros golpeados, de niños que no se han bañado en semanas saltando felices con un pan de queso y jamón atrayendo a las moscas, de enfermos terminales, de hombres y mujeres que aman a los de su misma carne, de ancianos reprochados por los suyos, de gente que come de sus zapatos, de alternativas sociales, de errores remediables, de engendros burgueses, todos hijos de la Madre Tierra. Así estaría Él, rodeado de la naturaleza humana que está en las sombras y en las últimas filas de las corporaciones, aquella que estorba, que se mira y se enseña a mirar con desprecio, con negación, repulsión y confusión.
Y lo que es más escandaloso; Jesús en persona iría a mil y un lugares a través del mundo a poner las reglas desde cero; pondría en su sitio a docenas de hombres con esa detestable cultura falocéntrica y con fobia a la evolución a la espalda, lideraría una legión completa de adherentes a la prohibición de la propiedad privada y de los crímenes con impunidad, simpatizaría con millones de anarquistas que en el fondo son pura miel y libélulas del mundo considerándolo un maestro, realzaría el significado del amor en toda su magnitud y consolidaría que los dogmas no son más que interpretaciones para gente que crudamente no quiere agobiarse con disparates filosóficos ni mucho menos teológicos. La masa es igual a una cultura de sentencia que va en contra de la ley de la vida, de la restricción de nuestros fines y la crucifixión del sano individualismo. Estos mismos devotos, hijos de la era del reciclaje social que hoy deben bordear los cuarenta o setenta años y que están horrorizados con los cambios culturales y no los culpo, los veo no encarar sus sacrilegios humanitarios lavándose las manos con la misma agua con la que se lavan la conciencia, un ático de ratas, no creo que tan humanitarias, en el cerebelo, avalancha de lodo venenoso y vestido de satín. Entre lobos, debes aullar como ellos... ¿Cuál es el gusto de odiar? ¿Cuál es?
Se sube otro hombre con sus helados al vehículo, no me resisto a su oferta…Vuelvo a lo que estaba preguntando, ¿cuál es el gusto de odiar o de reprochar porque sí? ¿De ser cínico consigo mismo? ¿De no querer mirar lo que no quisiéramos? ¿No fue el mismo Jesús que dijo La verdad te hará libre? ¿No fue Gandhi el que dijo la libertad es el camino? Por supuesto que lo dijeron. El hombre no nace odiando ni asqueando a su prójimo; la máquina de matar y de moler carne, el poder humano deshumanizado, ésa es la reina de los cuchillos, la sacra sociedad, el manto de caramelo rancio que envuelve el pensamiento colectivo, ése es el infesto, el que tiene fecha de vencimiento y tiene vendas en los ojos y mugre en los oídos... Jesús nunca debió haber muerto, así como tampoco Da Vinci, Anais Nïn, Juana de Arco, Pierre y Marie Curie, la Madre Teresa, Edison, Neruda o santos que escupiéndoles por convicciones políticas, religiosas, étnicas, sexuales o de mente seguían nadando para lograr la vida y un cariño en vivo. La felicidad está en las metas, no en el banquete ortodoxo que esa industria ofrece a grotescos brochazos y a petulantes disertaciones. La mayoría de la gente llega hasta odiar su propia labor. Veo a la monjita escuchar personal stéreo y me echo a reír, debe ser quizás la persona más feliz del planeta. De las mejores tragedias griegas. Si el niño de cinco años sueña con ser pianista, tendrá la noble imaginación de seguir cultivando esa fantasía; si hasta los cuarenta, ese fruto aún está expectante para pudrirse y el niño terminó por ser un bobo tecnócrata, el niño interno ha muerto para siempre. Y lo que es peor, el niño no se entierra, sino que sigue en el organismo como un cáncer abominable. Nada que cobrar, ni recobrar, ni inhalar como polen. Hay un niño con los calendarios del Ratón Mickey, lo distingo a pocos metros del autobús, se acerca a un transeúnte despavorido, casi tan desbordado como yo, y le sonríe, saca monedas y el niño le termina dando cuatro calendarios y un beso…
El autobús vuelve a partir. Oscar Wilde dijo que en la vida sólo hay dos grandes tragedias: querer algo y conseguirlo. El Sir tiene mi atención. No comprendo tanta la prisa del conductor. Creo que hasta la monjita está algo intranquila…Me enamoro y me duele, lo huelo, lo degusto, lo admiro y me hace retorcer de ardor duro en clases y lágrimas tontas en las sábanas rotas, teniendo una potente erección del cielo, pensando en el placer máximo de recibir y dar cariño mutuo, de hacer reír, de llorar con ganas, de conversar, de excretar, de secretar, de sudar, de disipar. Sería ridículo que, inmediatamente, si tuviese hambre me saciase sin sufrir un día mínimo. ¿Dónde residiría mi verdadero placer de comer? ¿Dónde estaría mi tremendo júbilo después de tal terrorífico tormento de privación, de llenarme la boca con un pan o una mísera zanahoria? Amor y dolor. Los amo y detesto a ambos, con la misma fuerza que beso y devoro la médula de la vida y succiono voraz su espina dorsal, haciéndole el amor y rindiéndome ante su yugo. No es delicadeza de tener a un ente a tu lado, sino rudeza de la naturaleza, de lo orgánico, del rocío mismo, es un reto, y aún así eres capaz de pararte y seguir buscando ese paraíso con hongos y manjares. Y para qué, podemos preguntarnos, estando la respuesta ahí mismo; para amar. Nada más. Para amarte a ti, al que está a mi lado, a mi madre, a mi padre, a mis hermanos, a mi amigo, a mi conocido, a mi desconocido. Si llegase a reencontrarme con el odio, sé que volveré a la raíz de todo. El odio es innecesario; quita el hambre por momentos, pero es tan poco delicioso, que no vale la pena regocijarse con sentimientos torcidos a terceros ni mucho menos a nosotros mismos. El odio es el mocoso terrible del amor; un malcriado que sólo se vigoriza cuando lo toma en sus brazos y crece como larva. Es preferible dejarlo encerrado y que llore solo; el amor, después de todo, es el dueño de la casa...
Veo un final feliz, el pecho me baila, lloro con fuerza, con hambre, con exquisitos escalofríos y me río, me pide vomitar, no lo creo, el paradero, mejor me levanto. Las personas son extrañas, al igual que los amigos, igual que los amantes, que los insectos, que las drogas del cuerpo, que las gordas gotas de llanto, y al igual que este sentimiento, que corre como sangre infinita y fresca. Veo a un chico con zapato y diente menos ofreciéndome los calendarios del Ratón Mickey, en los alrededores del paradero. Tienes una especie de corona de espinas en la cabeza y ríos de sangre pacífica por la frente.
Me tira un beso y yo se lo respondo.
Pero, ¿estoy despierto?
-FIN DE LAS MÁQUINAS DEL CIELO- |