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¿A qué te dedicas? Rugió el hombre con voz ronca. Atiné a no responder, prefería seguir caminando. Miré hacia atrás y el hombre había desaparecido. Crucé a la calle, rumbo a mi casa. Era un hombre sin preocupaciones, rico y con toda la vida por delante. De pronto cuando cruzaba la calle un auto negro se cruza ante mí, me detiene, se baja el hombre de la voz ronca y con un arma me señala que entre en el coche. Lo hice a su pedir, entré contra mi voluntad y fui esposado al volante, luego conduje hasta su antro. Era un galpón medio desecho por el tiempo donde me dijo pasaría mucho tiempo. Entré, subimos unos escalones hasta estar en un entrepiso, hizo sentarme, donde luego me ató y amordazó. Supuse que era un secuestro, yo era un hombre rico y pretendían mucho de mí.
Luego arribaron a la escena dos hombres más. Cuando comenzaron a interrogarme yo les describí mi vida: Era solo, no tenía hijos ni tíos ni hermanos, mis padres habían muerto hace años dejándome una inagotable fortuna. Era recién llegado a la ciudad por lo que no conocía a nadie. Estaba solo en un mundo pequeño. Parecieron no entender mi soledad. Se preocupaban sobre quién pagaría mi rescate.
Mi cautiverio había comenzado, amordazado y vendado, no podía hablar ni ver ni moverme. Sólo veía unas pocas luces en el día cuando me quitaban la mordaza y la venda para darme unas pastillas que me mantenían somnoliento y reemplazaban la energía vital de los alimentos.
El hombre quien me daba las pastillas parecía ser alto y fornido, voz pausada y de personalidad tranquila. El hombre de la voz ronca era gordo y de estatura normal, con un pronunciado bigote, el de más mal humor. Me amenazaba constantemente y él sí que conseguía darme miedo, mientras el que me daba las pastillas me tranquilizaba y trataba de hacer entrar en razones al malhumorado. Del otro hombre no puedo precisar mucho, sentía su presencia pero nunca llamé su atención, parecía ser el voluntario en este secuestro, el ayudante.
Comenzaron a preguntar por mi fortuna, dónde la tenía. Les contesté que se hallaba en mi casa y les di mi dirección. Al otro día volvieron enfadados porque no pudieron encontrar nada y porque mi casa les pareció una pocilga como para guardar dinero. Entonces les dije que tenían que buscarlo mejor, el dinero estaba, pero sólo que lo había enterrado en el patio. Les repetí la secuencia que había llevado a cabo para esconder el dinero y luego volvieron a la normalidad. Al día siguiente volvieron con más enfado por no haber hallado su objetivo. Entonces dije que se habían confundido de lugar, que habían buscado en el jardín, no el en patio, que repitieran la secuencia y lo encontrarían. A la mañana siguiente habían vuelto, suponía que mi casa era ahora un lugar donde habían hallado restos fósiles. Sólo me contemplaron en silencio, el hombre de la voz ronca dijo: ¡Córtenle un de dedo!, y quien me daba las pastillas -supongo debe haber sido el más entendido en el tema-, me cortó el dedo pulgar derecho. El dolor era insoportable, la mordaza se hacía más pequeña de la fuerza que hacía mi mandíbula contra esta, cuando al mismo tiempo el hombre de la voz ronca chilló al otro: ¡Trae los bidones y quema todo, así aprenderá! El hombre callado fue a buscar bidones con nafta y los derramó por toda la habitación y el galpón. Luego salieron los otros dos. El hombre voluntario se fue a la puerta, arrojó el fósforo y salió.
Desperté en el ámbito de un hospital, tenía los ojos vendados por las quemaduras y el doctor parecía probarme la prótesis de mi dedo pulgar. Enseguida exclamé con esfuerzo: ¿Qué ha pasado? ¿Acaso estoy muerto? Una voz que me pareció familiar dijo: No, está a salvo en el hospital central. Lo que pasó es que cuando los secuestradores se fueron, un hombre vio el fuego y llamó a los bomberos, enseguida llegó también un policía quien entró y lo rescató del lugar en llamas y lo trajo hasta aquí donde lo hemos recuperado, ¡Es un milagro que esté vivo!, créame. Luego me enteré que el alcalde haría un reconocimiento a todos los hombres que habían intervenido en mi salvación, es decir, al policía al bombero y al doctor. Aún no me habían quitado la venda.
Asistí a la celebración en silla de ruedas, ya no tenía la venda. Estaba sobre el escenario y el anunciador dijo: ¡Aquí están los tres héroes! Aparecieron uno a uno tal como habían aparecido en mi vida. Resultó ser que el hombre de la voz ronca era el policía que me había rescatado, el hombre callado y voluntario era el bombero que combatió el fuego y el que me daba las pastillas y me cortó el dedo era el doctor que atendió en el hospital y quien trabajaba en mi prótesis. Todos por igual exhibiendo su hipocresía, pareciendo haber cambiado de roles, teniendo una dualidad de oficios. Yo era rico, pero en ese momento comencé a ser un indigente.

Texto agregado el 02-01-2006, y leído por 273 visitantes. (9 votos)


Lectores Opinan
20-01-2006 muy bueno me gusto un poco doloroso pero esta muy bueno. un final inesperado. gabriel_
15-01-2006 Repites palabras desde el principio, esto le da monotonía. ¿Te ató y amordazó con todo y auto? me refiero a que ¿en qué momento te desposaron del volante? Creo que no puedes narran con tanta calma tu reacción cuando te ¡¡¡están secuestrando!!! ¿No sentías al menos el corazón en las orejas? Si te amordazaron y te vendaron está por demás decir que no podías hablar ni mirar... Tu mente, ahí podría entrar tu mente. alipuso
10-01-2006 Lleno de imaginación, bien relatado y estructurado, manejas bien la tensión del lector. Realmente muy muy bueno. Felicidades y mis 5* KarlaMoreno
09-01-2006 Muy bueno. Me gustó. bender3001
09-01-2006 muy buen cuento... coincido con elidaros. es indignante, pero es la verdad. qué triste hipocresía! mis 5* EniGmA-87
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