Dónde colocar las palabras y dónde los silencios, en eso estoy, escribiendo estas líneas renglón a renglón y la verdad se me hacen cuesta arriba.
Somos seres de costumbres, maniáticos en las formas, vamos a la playa y por larga y ancha que sea, determinamos una pequeña porción de arena y hacemos de ese lugar nuestro pequeño mundo y repetimos al día siguiente, al igual que repiten los vecinos de baño hasta terminar conociéndolos y saludando.
La forma de colocar las cosas, de hacer la cama, de empezar a hablar, todas esas cosas nos hacen ser nosotros mismos y nos diferencian y reafirman como individuos únicos.
Por la mañana al despertarme beso a mi esposa, con una mano la agarro del hombro y me acerco a besarla en la espalda junto al omoplato izquierdo.
Las palabras también se repiten, son el ritual del despertar – buenos días cariño – sencillo sí pero sincero, le deseo lo mejor, la quiero.
Ya pasaron los años de poner el despertador media hora antes de levantarnos para retozar, aunque el despertar era el mismo y las palabras también.
Las estaciones hacían que la luz que entraba por la ventana iluminara la escena de forma cambiante, desde la más absoluta de las oscuridades a esos rayos de luz de primavera que juguetean con el polvo suspendido de la habitación.
En las separaciones que la vida nos dio, unas veces por ingresos en hospitales y otras por viajes de trabajo nos teníamos que llamar para decirnos esas palabras y el beso que no podía darnos se cambiaba por la sonoridad de su ruido en el teléfono.
La vida nos hace y nos moldea y nosotros mantenemos en nuestras costumbres las referencias para que sepamos: qué somos, quién somos y también para apoyarnos, en la cotidianidad de los dolores que nos laceran las entrañas, en esas rutinas.
Esta mañana todo es igual, la luz juega en la habitación, al beso matutino sigue el saludo pero todo ha cambiado, está fría.
Con Dios.
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