Paquito comía con un apetito poco habitual para sus cinco años, bueno, a decir verdad, Paquito comía con un apetito inusual para cualquier edad. Hacía ocho comidas al día y no podía pensar en pasar por delante del escaparate de alguna tienda o pastelería sin entrar para degustar algo; amaba por encima de todo dos cosas: las alitas de pollo bañadas en salsa agridulce y la tarta de pistacho con chocolate, tanto es así que su madre nunca se hubiese atrevido a cruzar una mano por delante de Paco, ya ocurrió una vez cuando Paquito tenía 3 años y tuvieron que darle dos puntos de sutura en el hospital.
El caso es que Paco crecía sin límite, dejó de usar su ropa, para hacerlo con la de su hermano mayor, luego su padre y llegó el día en que tuvieron que empezar a hacerle ropa a medida pues el joven se salía de los límites de la limitada realidad conocida. Todos los del pueblo de Tragaldaba comentaban que el descomunal Paco no podía ser nada bueno pues era el primer caso conocido en la zona de gigantismo y apetito insaciable; aparte de esto, nadie podía achacarle nada al muchacho pues daba los buenos días y las buenas tardes cuando correspondía, caminaba siempre por la derecha y cuando se sentaba tiraba hacia arriba unos centímetros del pantalón. A pesar de ello, los chicos no querían jugar con él o se peleaban, en caso de jugar al baloncesto, por tenerlo en su equipo. Nadie sabe si el pueblo se apartó de Paquito o fue él quien lo hizo, fuera como fuere, nuestro gran amigo se marchó de casa, mientras comía unas deliciosas costillitas, rumbo a ninguna parte. Quería buscar un sitio, un hueco en el que meter su gigantismo, su estómago y su soledad.
Con el tiempo, al pueblo llegaron noticias de que el gigante Paquito se había instalado cerca de un enorme bloque de hielo, al lado de la popular montaña Quegrande. Los tragaldabas (que así se llamaban los habitantes del pueblo) nunca hubieran podido imaginar lo que iba a ocurrir, pero fíjense lo que es la vida pues, en un verano de mucho, muchísimo calor, el bloque empezó a sudar, -¡qué calor, parece que me estoy derritiendo!- dijo el bloque y así fue…el hielo no pudo contenerse y se lloró a sí mismo por toda la pradera que conducía a la montaña. El agua lo arrasaba todo a su paso, su descomunal fuerza fue lo que arrancó los gritos de los tragaldabas que se veían llevados por la corriente, unos sobre sus tejados y otros en improvisados flotadores. -¡Este desastre no tiene solución! ¡ahhhhh!- gritó el alcalde.
Pero la solución llega, en ocasiones, por los caminos más insospechados y así fue que Paquito al haber oído los crujidos del hielo, tras haber comido una tostada con mantequilla y mermelada, marchó corriendo a auxiliar a sus conciudadanos. Se los cargó en una mochila que llevaba a la espalda y los depositó lejos, muy lejos de la corriente del bloque derretido.
-¡Viva Paquito!- -¡Tres hurras por Paco, hip, hip hurra…!- estos eran los vítores de la masa agradecida. Paco, quien todo lo que tenía de grande también lo tenía de tímido, no sabía si esconder la cabeza bajo tierra como las avestruces o salir corriendo, pero no hizo ni lo uno ni lo otro sino que se quedó embobado mirando a una preciosa miniatura (claro está, para él) llamada Mariquilla.
Reconstruído el pueblo Tragaldaba, Paquito y Mariquilla se hicieron una casa grande, muy grande, con una despensa también y allí vivieron felices. Paquito recogía las manzanas más altas de los árboles para hacer mermelada y, a cambio, Mariquilla le hacía cosquilla en los pies a él por ser más pequeño el trayecto que tenía que recorrer. ¡Qué felicidad!.
Para Paquito ;-) |