(Para Juan Leante y su entusiasmo con los trenes, por todos los años que llevamos juntos)
Había ocurrido todo tan rápido que, a los agentes que custodiaban el convoy, no les dio tiempo a reaccionar. Los asaltantes les quitaron las escopetas, los ataron, espalda con espalda, y los encerraron en el vagón de cola. En la cabina, el maquinista dio media vuelta a la gorra y se quedó mirando al desconocido sin saber si hacerle caso y subir las manos, o echarse a reír y quedarse como estaba. El otro insistía detrás de su careta de El Gordo, mientras su compañero, sonreía estúpidamente en el plástico de El Flaco. El maquinista hizo un esfuerzo, imaginó unos rasgos de asesino dispuesto a todo con tal de llevarse el botín, pero sólo le duró unos segundos. Su gesto de horror cambió en una sonrisa amable sin que él se lo propusiera. El Gordo, desde la ranura que separaba sus mofletes sonrosados, vociferó un “Ya estamos”, se quitó la careta y dejó al descubierta su verdadera cara. El Flaco hizo lo mismo. El maquinista soltó una carcajada. Billy el Niño se lamentó de que nadie lo tomara nunca en serio mientras Pat Garret lo consolaba. Ataron al maquinista y, a cara descubierta, recorrieron los vagones entre la alegría de los niños y el saludo afectuoso de los viajeros. Abrieron el vagón de mercancías y se encontraron con cajones y más cajones llenos de dinosaurios de plástico. El mejor botín de todos los tiempos.
- Manolín, sube a comer que se enfría la sopa.
El niño dejó la carreta a medio cargar de dinosaurios al lado del tren de la maqueta y subió a regañadientes las escaleras del sótano. |