Oculta por el árido roquedal, del manatial brota su hilillo de agua preciosa, agua que extingue mucho más que la sed de beber. Este mínimo hontanar apaga para siempre el tedio de la existencia: es el líquido mágico en el que han abrevado quienes hoy viven en el umbral de la muerte. Junto a él crecen las hebras gigantes del azafrán humongo que expele el polen asesino que asegura que nadie sino los elegidos se sacien de inmortalidad. A diversas horas del día y siempre durante las noches, deambulan en las inmediaciones las siluetas en hábito talar de los incorpóreos centinelas que desde hace siglos se alimentan de la carne pútrida de los indignos que se atreven a pasar el dintel de entremundos, o que simplemente llegan aquí perdidos.
A esta estéril grieta llega una mujer. Entre sus ropas lleva el puñal ceremonial con que sajará la yugular para mezclar su sangre con la sangre cristalina de la montaña. En sus ojos lleva la inquietud desesperada del que se sabe perseguido y en sus largos cabellos arrastra consigo el desierto helado. Es una bruja y una prostituta, que a fuer de traicionar la hermandad y venderse con maestros corruptos ha reunido méritos suficientes para acceder al Elíxir.
Los tétricos guardianes que acusaran efímero interés en ella, continúan impertérritos su milenaria vigilia. Sola y su soberbia se degüellan justo cuando el destello verde del poniente les indica que el sol se oculta. Al momento que se mojan las primeras gotas de sangre, aparece -tarde en demasía- la tropa de arcángeles, que conociendo lo infructuoso de tantos empeños intenta la retirada. La hechicera, ahora ni viva ni muerta, invoca contra sus enemigos las estruendosas saetas del inframundo, cuyo terrible poder, casi al instante, destruye jinetes y cabalgaduras, sin que escape uno sólo.
Los carroñeros apenas tienen tiempo para imaginar el insospechado banquete, elevan en vapores espectrales sus raídas vestimentas y describen ominosos círculos alrededor de los despojos que se apestan en cuanto los abandona el aliento... Ella participa del festín hasta hartarse de vomitar, por puro odio.
Ahíta y abotagada, se deja llevar por el viento que comienza a soplar hacia oriente, hacia su primer aquelarre. Esa noche comulgará con sus nuevos compatriotas y, antes del amanecer, se habrá entregado a los caprichos carnales de Satanás, su dueño, señor y destino. |