Lo ves directamente a los ojos, por fin lo lograste, hiciste que baje la mirada, ya ganaste el juego. Pero no te conformas, te le acercas y lo empujas, jijiji, se cayó al suelo. Y él ahí, Camila, tirado como un desperdicio, con la cabeza entre las rodillas y llorando. Sólo tenías siete años, un pequeño cuerpo y ya eras muy cruel.

Te sigue, sabes que te sigue. Has crecido y los niños ya no son tan desagradables, hay algo en ellos, algo que te llama la atención y no sabes qué. Doblas la esquina, volteas y le sonríes, él hace lo propio, jijiji, que tonto es. Un buen día decide hablarte, balbucea nervioso. Tú lo apuras, lo miras severa, ¿qué quieres?, habla rápido, como una orden, jijiji. Nuevamente, el delicioso ardorcito en el estómago y la sensación que le da un brillo especial a tus ojos.

Tienes tu primer novio, no es él, obviamente. Pues bien, los hombres no tienen nada de especial. Fue duro para el muchachito, quería golpearlo cada vez que te tomaba de la mano, cada vez que te besaba estallaba de furia. No hizo nada, no quería molestarte.

Pasó el colegio, los primeros años de la universidad, uno que otro novio. Y él agazapado a la espera de una oportunidad, una diminuta, insignificante, no era exigente. Sin embargo, no se la diste, sólo le guardaste esa sonrisita de la primera vez y a él le bastó para mantenerse interesado. Te regaló flores en tu cumpleaños, ¿recuerdas?, y te reíste de lo anticuado que era, jijiji. Además, ni caras eran.

La única vez que dio todo por perdido, Camila, fue cuando andabas con Juan. Se te veía muy enamorada y embobada por aquel mastodonte, hablador y fanfarrón. Te dejó ¿no es cierto? Te cambió por una de las tantas con las que te engañaba. O, tal vez, se cansó de ti, sí, pues, Camila, tú tampoco eras gran cosa. Era tu primer hombre, ¿no es así?, por eso lloraste, refunfuñaste y luego decidiste seguir adelante. Él trató de consolarte, creyó que era su oportunidad; pero se equivocó, lo rechazaste, lo botaste, tonto, jijiji, tonto.

Y vino un novio tras otro y él siempre ahí esperando, mostrándose un tanto resignado a tus aventuras. Pero en realidad se consumía por dentro en una hoguera continua y torturante. Pasaste los treinta, Camila, y te angustiaste. La libertad te estorbaba y la soledad te acosaba. Él estaba ahí tan cerca, tan dispuesto y a la mano, jijiji, así que lo tomaste.

Se casaron pronto, fue una ceremonia pomposa y fingida (por lo menos de tu parte). Le tendrías que haber visto la cara, Camila, siquiera un momento, te hubieras dado cuenta de lo contento que estaba; de lo feliz que le hacía casarse contigo. No era rico, así que trabajó duro para complacerte, domingos, feriados, todos los días hasta muy noche, para pagarte los caprichos, ¿no es así? jijiji. Sí, el departamento, el auto, las joyas, todo, Camila, todo porque te adoraba. Lo engañaste ¿no es cierto? A los pocos meses de casados, ¿cuántos amantes tuviste Camila?, ¿cuántos?, jijiji, ¿cuántos?

¿Por qué, Camila, por qué lo empujaste como cuando eran niños? ¿Acaso ya te cansaste de él? ¿Ya no te es útil? Se cayó, pero esta vez no lloró, se paró, cargó sus maletas y te dijo que se iba. No le creíste, no le hiciste caso. Sin embargo, cogió sus carpetas con los documentos del negocio y las llaves del auto, supiste que era en serio. Qué te pasa, ni creas que te voy a rogar para que te quedes. Pero él nada, como si no te oyera, y te preocupaste. No te vayas flaquito, vamos fue una broma, y te le paraste al frente. Y él te esquivó como a un mueble, jijiji, como a un mueble. Lo cogiste del saco, por favor no te vayas, y él siguió yéndose y caíste, Camila, jijiji, caíste. Y él siguió yéndose, entonces, te enganchaste de la basta de su pantalón, llorando, Camila, rogando. Te necesito, te amo, por primera vez en ese montón de años juntos, Camila, para que no se fuera. Y él siguió yéndose, jijiji, Camila, yéndose, jijiji.