Sus ojos intensos, se perdían en medio de la oscuridad, brillando como dos pequeñas lucecitas, invitándome a dilucidar su esencia, escondida en algún lugar. Me acerqué lentamente, sentí temor de aquella repentina aparición nocturna. Sentí una mano húmeda recorrer mi espalda y un susurro al oído me invitaba a desplazarme lentamente hasta mi cama.

En medio de sombras me movía despacio. Dejé que sus manos recorrieran todos mis sentidos, impregnándome toda. Su olor a hombre, a tierra y a fuego me quemaba las entrañas, me hacía añorarlo y sin duda él podía percibirlo. Estábamos allí, haciendo el amor con la noche, bajo las estrellas, eclipsando el mundo con nuestros movimientos. Al día siguiente desperté envuelta en sábanas, con el aroma de mi encuentro impregnado hasta en las cortinas de la habitación. Como de costumbre, había partido sin dejar rastro alguno.

Pasaron días, muchas lunas me invitaron a soñar con volver a verlo; sin embargo no volvió por mi hogar. Edward había arribado finalmente de su interminable viaje, y yo no sabía muy bien si quería estar nuevamente con él. Había pasado mucho desde su partida. Estaba mi escorpión todavía impregnado en mi corazón. No me importaba no volver a verlo, sabía que me deseaba tanto como yo.

Edward me miró fijamente, y después de unos segundos esbozó una sonrisa, extendiendo sus brazos para cubrirme con ellos. -No sabes cómo te extrañé mi amor-, dijo. Después de unos instantes, respondí -yo también, yo también-. Fue a darse un baño. Y yo a arreglar su ropa. Venía inmunda. De pronto, sentí un aroma que me pareció familiar. Tomé una de sus prendas y la llevé a mi nariz automáticamente. Entonces, de pronto, en medio de la oscuridad del pasillo, aparecieron las dos lucecitas inconfundibles de mi hombre. Edward irrumpió en la habitación, encendió la luz y dejándome estupefacta simplemente me besó.


©® Carolina Aldunce