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Desde que tuvo uso de razón, Cleme fue la criada de esa tía malévola que la explotó en su casa, una vivienda de incontables habitaciones, obligándola a cuidar a sus primos y a hacer todo lo que una mujer debe hacer, sólo que ella tenía siete años e innumerables sueños de niña postergados. Fallecida su madre y sin saber nada de su padre, un marinero con afanes de aventura, la pobre niña fue a parar donde esa tía materna que la educó para sirvienta. Como no todo siempre es tan malo, para fortuna de Cleme, el esposo de la tía era un hombre adorable que siempre intercedía por ella, le contaba cuentos, los que ella escuchaba con suma atención, le enseñó a leer y a escribir y ambos compartían, cuando podian, algunos fugaces momentos de alegría hasta que la desagradable mujer la llamaba a grandes voces para que fuera a poner la mesa, a mudar a alguno de los chicos o a meter las manos en la artesa con agua semicongelada para restregar enormes rumas de ropa sucia.

Los años transcurrieron lentos, entre reprimendas, urgencias culinarias y escasas posibilidades de educarse, puesto que lo que aprendió fue gracias a ese buen tío y a su intermitente paso por algún colegio. Aún así, ella se fue haciendo mujer sin que por ello su ya anciana tía cejara en continuar mortificándola, vigilando sus pasos e impidiéndole tener una vida normal para su edad. Siempre enclaustrada en esa casona que era para ella sólo una vulgar prisión, soñaba con algún príncipe azul que la sacara de allí para llevarla a una casita pequeña en donde vivirían felices y se proyectarían en varios niños retozones.

El buen tío fue quien intercedió para que ella pudiera conocer a un par de jóvenes, quienes, al verla tan inocente y deslavada, se alejaron rápidamente de su lado. La desgracia se acrecentó con la repentina muerte de ese buen hombre que había puesto una fresca porción de humanidad a su vida y quedó a expensas de esa malvada mujer, quien redobló sus malas artes para con la desprotegida muchacha. A medida que el tiempo transcurría, Cleme empobrecía sus pretensiones y ya no era un príncipe azul ni una casita lo que anhelaba sino sólo un buen hombre que le permitiera reír sin que le molestasen sus muestras de alegría.

Ese hombre apareció por esas casualidades que se dan de tarde en tarde y ambos congeniaron en cierta forma. El era un joven militar que pensaba hacer carrera y como su estampa era imponente, fue bien recibido por la tía. -Después de todo, un militar es siempre un hombre de respeto- pensó para sí la mujer y autorizó a Cleme para que tuviera un noviazgo con el muchacho.

Poco después, la muchacha abandonó por fin aquella casa que tan malos recuerdos le había dejado pero, como no era rencorosa, agradeció a esa tía de poco corazón por haberla acogido y permitido, por lo menos, ejercitarse en la disciplina que la haría una excelente dueña de casa.

Se establecieron con su esposo en una modesta casita y allí, la emancipada chica comenzó a tejer sueños al amparo de ese hombre que le brindaba especial cariño. Pero, al parecer, el sino de Cleme era sufrir hasta el hartazgo y la inauguración de sus nuevas desdichas comenzaron cuando el esposo comenzó a beber con mucha frecuencia, lo que lo transformaba en un ser en extremo violento. Pronto supo ella de la ruindad de su carácter, de sus gritos y golpes que nublaron su existencia hasta transformarla en un ser sin esperanzas.

Los niños que llegaron, aplacaron en parte este desolador panorama, pero eso duró mientras ellos crecieron. Después, se restableció la tiranía, los celos injustificados, ninguna caricia, ninguna palabra amorosa, sólo reprimendas y groserías que Cleme escuchaba desde la profundidad de su desolación, acaso con la convicción que la vida estaba conformada con esos ingredientes y nada más.

Muchos años más tarde, Cleme era una mujer muy alegre cuando el esposo no estaba en casa, pero en su presencia, acallaba sus pasos, moderaba sus gestos y su voz se aplacaba en un susurro casi inaudible. Así la conocí, así aprendí a quererla. Y como ya lo he repetido otras veces, con ella, mi recordada abuela, aprendí mis primeros juegos y supe de momentos mágicos. Ahora la rememoro a la distancia y le rindo un homenaje a su vida de sufrimientos que no minaron su espíritu ni su fortaleza, lo que quedó probado cuando en su lecho de muerte dijo con un hilo de voz: -después de todo, hasta las penas fueron buenas…










Texto agregado el 31-12-2005, y leído por 268 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
12-01-2006 Excelente! honeyrocio
 
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