A lo lejos veía la luz. No sabía si abalanzarme hacia ella o esperar. La lluvia, látigos de agua no dejaba ver con claridad mi destino.
Decidí esperar debajo del alero del techo de la granja. Era un buen lugar, no llegaba el agua y podría, desde allí esperar a que escampara y así llegaría a la luz lo más pronto posible.
Esperé y esperé. Llegó el momento. Miré hacia el cielo, ya casi no caían las gruesas gotas, aunque una nube gris me miraba de reojo, esperando a que saliera de mi escondite para mojarme.
Decidí ser valiente. Colgada en mi capullo, con casi todo el cuerpo afuera, me liberé de las últimas ataduras, expandí mis alas nuevas, negro y naranja mi vestido de fiesta, mi baile inicial había llegado en una noche de lluvia.
Me fijé en la luz otra vez, con las alas extendidas, volé hacia ella. Llegué. Dí mil vueltas al rededor del foco del garaje, hasta que cansada caí en el techo del auto. Ahora estoy seca, muy seca otra vez, seca como mi capullo, seca como el alma que dicen que no tengo pero que me deja sentir el dolor y la pena. Quiero volar y no puedo.
Vivo y muero, mientras que un travieso niñito rubio clava mis alas con alfileres sobre una plancha de corcho. |