Se fueron los gitanos. Por la mañana, cuando salía del portal, vi las furgonetas, las mujeres cargando colchones y muebles, y un poco alejada, la pala del Ayuntamiento.
A la tarde, cuando volví del trabajo, no había gitanos, ni furgonetas, ni coches, ni chabola. Varios empleados del Ayuntamiento echaban tierra en aquel solar despoblado y plantaban árboles enanos. Todo limpio, recogido, lindo. Los vecinos sonreían satisfechos, después de muchos años, acabaron con aquella plaga que mantenía en jaque a toda la comunidad. No más enganches de luz a la farola de la esquina, no más tuberías a la fuente cercana, no más arranques y derrapes de coches a la entrada y salida de la colonia. Lejos Juanito Valderrama, Tomatito, palmas y cantes que trepaban por el edificio y se colaban en los dormitorios en las noches de verano. A otro lado "la terraza de verano" instalada a la puerta, hecha con una mesa y unos sillones del desguace. Atrás las fogatas en mitad de la noche en un velorio de días por la muerte de un muchacho. Y, lo más importante, la corte de gitanos se llevaba con ellos las miserias de los visitantes asiduos, los de fines de semana, los desesperados que atracaban en el pasadizo, que recibían su dosis en aquella chabola.
Entonces ¿por qué la añoranza? Porque sentí que lo mismo que unas vidas se barren con una pala, tierra y arbolitos, la mía se va borrando con ausencias que ya no pueden ayudarme a encajar piezas en los distintos puzzles de la memoria. Echo de menos a mi madre. |