Carmelé junto las tres cartas de la mesa y le saltaron los ojos. En la repartija le había tocado nada menos que el ancho de basto, el siete de espada y un modesto seis de espada que, en la combinación del envido, sin dudas iba a pisar fuerte. Intentó disimular la alegría frente a la mirada de los adversarios, mientras buscaba el hueco para anoticiar a su compañero de las excelentes perspectivas para la jugada inmediata. El partido estaba peleado y la horda de espectadores que no le aflojaban al tinto, había generado un clima caliente. La apuesta era que los derrotados perderían, sin revancha, el honor. Nada de asados ni cajones de cerveza. Sencilla y terriblemente, el honor.
A la derecha de Carmelé estaba uno de sus rivales, el Gordo Agüero, que hacía rato se había puesto serio y ya no seguía el tren de las bromas y los comentarios ponzoñosos de los que sólo miraban. De a una fue juntando sus cartas y, sin la expresión de gesto alguno, reveló su suerte. El ancho de espada, el siete de oro y un seis de oro. En los dos restantes jugadores no había más que un caballo de copas y un ancho falso como máximos valores.
Carmelé era el tercero en el orden de jugada y el Gordo Agüero el último. Casi como intuyendo que entre ellos estaría la definición, se cruzaron la vista pero no quisieron mirarse. De algún modo en ese gesto esquivo los dos reconocieron su poderío.
En el galpón de Torres, donde transcurría este truco, muchos de los que alguna vez jugaron o pasaron por ahí para participar de las más diversas parrandas, habían perdido muchas cosas. El aguinaldo, las escrituras de la casa, un auto usado, la virginidad de la hermana y hasta el trabajo. Pero nunca el honor.
Pasaron algunos segundos muy tensos hasta que se abrió el juego. Un cinco de copas y una sota de basto no parecían anticipar las circunstancias que luego tendrían lugar en el galpón. Cuando le tocó el turno a Carmelé, la noche dio un giro inesperado.
- ¿Qué tenés? preguntó socarronamente el Tucán, compañero de Carmelé, para que escucharan todos.
- Tengo las de Farruco respondió Carmelé mientras sonreía -. ¡Envido y truco! gritó.
El Gordo Agüero se relamió ante tamaña declamación. Acá los enganché, pensó para sus adentros. Sin embargo, su exterior fingió por unos instantes la desazón, hasta que estalló la respuesta.
- ¡Envido y quiero retruco! dijo.
Carmelé no podía creer esa provocación. Empezó a imaginarse volviendo a casa derrotado, sin el honor. Prefería, en todo caso, dejar ahí mismo el Dodge 1500 que había sido del abuelo. O pagarle a toda esos fanfarrones tres fines de semana de asados con bebida incluida. Pero el honor, ¡no!
De todos modos, las cartas que tenía Carmelé le daban un gran margen para no achicarse. Existía la posibilidad de que Agüero sólo estuviese pergeñando una bravuconada discursiva pero en realidad no tenía nada. Entonces vino la reacción. Ya sin pensar en el reglamento, se trataba simplemente de callar al Gordo, de enfrentarlo.
- ¡Real envido y quiero vale cuatro, carajo! se animó Carmelé.
Ese carajo que agregó después de cantar, rompió lo poco que quedaba de camaradería en el ambiente.
- ¡Falta envido y quiero todo, la puta que te parió! saltó el Gordo Agüero.
- Pará, Gordo forro se escuchó de atrás.
Algunos intentaron apaciguar los ánimos porque, más allá de todo, ya se había cantado y había que jugar, que poner las cartas sobre la mesa. Pero no hubo caso. Agüero se levantó buscando al que lo había insultado. En el intento de frenarlo, su compañero tiró la mesa y las cartas se desvanecieron en el piso. No había retorno: la noche se iba a dirimir de otro modo.
- La concha de tu madre, me cagaron dijo Carmelé.
- Qué te van a cagar, pedazo de pelotudo, que si jugábamos te rompía el orto lo amenazó el Gordo.
Y ahí nomás del truco se pasó al boxeo. En cuestión de segundos, Carmelé y Agüero quedaron frente a frente, con la guardia en alto, rodeados por el resto de la muchachada. Sin cartas y sin compañeros, el honor de ambos seguía en juego. Un cross de Carmelé casi le da de lleno al Gordo, pero éste supo esquivarlo a tiempo. Después, una patada antirreglamentaria de Agüero lo tumbó a Carmelé, pero lo amortiguó el cordón humano que estaba a sus espaldas.
Fue un combate duro y muy reñido. Algunos vecinos que siempre se quejaban de la jarana, en esta oportunidad se arrimaron para ser testigos. Hubo aplausos y cánticos tribuneros coordinados. Se renovó el vino, que corrió como nunca. Y ese truco que los había encerrado en la terrible apuesta del honor, pudo superarse.
Uno de los dos perdió. No importa quién. Uno de los dos recibió más golpes. Pero los dos golpearon y fueron golpeados. Los dos soportaron la afrenta con dignidad. Y los dos, de ese modo, salvaron el honor. El perdedor tuvo la extraña satisfacción de retornar a casa sólo con una simple y cotidiana amargura.
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