La ropa tendida en las cuerdas de los colgadores del patio, con sus colores, ondeando bajo la brisa; las paredes de cemento pintadas en tono crudo; el suelo de azulejo rojo. Hoy me toca barrer el suelo rojo y quitar todo rastro de la suciedad que los vecinos han lanzado. Después lo friego y el rojo suelo brilla y resplandece, hasta que empieza a secarse y se pierde la ilusión. Me gusta mirar el suelo encendido en rojo. ¿Debería volver a fregarlo de nuevo? No. Mucho trabajo.
El cielo se entreve por los espacios vacíos de los colgadores. Bonito día de tormenta, seguro que llueve. Los grises, los blancos de las nubes amenazan con volver a mojar el suelo rojo... y la ropa de los vecinos. Algunos ya lo han previsto la tormenta y han cubierto sus tenderetes con plásticos trasparentes, otros se arriesgan mas y esperarán hasta el último momento para recoger o cubrir su colada.
Marisa, la del cuarto, es tan previsora y ordenada. Siempre cuelga su ropa en orden, por colores y prendas. En el interior del colgadero los calcetines. Primero los de colores y después los blancos, todos en fila. En la siguiente cuerda la ropa interior: sus bragas y los calzoncillos de su marido, seguidos de sus sujetadores y las camisetas interiores de su marido. Todas las prendas de un color blanco tan puro que en los días de mucho sol no los puedes mirar directamente sin temor a dañarte la vista. Y por último los pantalones, las faldas, las camisas y las blusas. Cada Sábado por la mañana, Marisa cuelga las sabanas de su cama y las toallas. Todas rosas y tan olorosas que perfuman el patio por completo.
Marisa no tiene niños, vive con su marido y con sus alegrías en su bonita y ordenada casa. Su marido trabaja en una de las pocas empresas que aun quedan abiertas en la ciudad. El hombre entra todos los días a las seis de la mañana y vuelve a las dos y media, hambriento del cariño de su mujer. Él adora a su tierna y ordenada esposa. Ella le quiere e intenta por todos los medios que se sienta cómodo en su pequeño oasis. Marisa ha creado ese retiro para ambos, para olvidarse de las penas que vienen de fuera y para las que se esconden dentro de sus corazones.
La tierna Marisa tiene los ojos cansado de soñar todas las noches con aquello que nunca tendrá. Su marido, cada mañana mira en esos ojos intentando encontrar los indicios del olvido y el perdón por un delito que no sabe si ha cometido. Cada mañana de los últimos diez años encuentra el mismo sentimiento escondido tras ellos, y cada mañana besa las mejillas de la mujer que adora, sintiéndose perdido por unos segundos, recuperando su animo en los siguiente y preparándose para la lucha que vendrá a lo largo del día. Se pregunta que podría hacer para cambiar los sueños de Marisa. Se responde que no puede cambiarlos. Se anima a seguir adelante y luchar por él y por ella, sino quiere que los dos acaben perdidos en la vida y en la muerte que, esta seguro, les tocará compartir.
Marisa recibe los besos de su marido con alivio. Él continua queriéndola una mañana mas. Puede seguir manteniendo ese pequeño retiro para sus corazones y para la ilusión de su cariño.
Marisa se levanta a preparar el desayuno y juntos comienzan el día. Juntos desayunan y ven el noticiero de la mañana. Sufren viendo las muertes de personas que no conocieron en países a los que nunca viajaran. Comentan y se quejan por los problemas que asolan el mundo. Y después, ante la puerta abierta de su piso se abrazan y besan, para infundirse ánimos. Él se va a conseguir el dinero para mantener su oasis, ella se queda para restaurarlo un día mas, y para que cuando vuelva su marido se pueda reconfortar allí, con ella.
En el segundo, vive la familia de los Iturriza. Numerosa, ruidosa, bulliciosa... Su colgador es un caos, por que cada día es un miembro diferente de la familia el que cuelga la colada. Los niños de la casa adoran a su madre, saben que tiene mucho trabajo con ellos y la intentan ahorrar las labores de la casa. Los cinco se turnan para ordenar la casa, para hacer la comida, para fregar y para tender la colada.
Hoy, la ropa cuelga despreocupada en el colgador. Los calcetines de deporte de Ibai al lado de nikis de Juantzo o de las pequeñas braguitas de Irene. Las camisetas de Nekane entre los vestidos de Irene y los calzoncillos de Raúl. Los sujetadores de mama encima de las camisas de deporte de Ibai, por que no queda mas sitio en el colgador. No importa que las bragas de Nekane hallan descolorido los calzoncillos de Raúl y teñido el borde de uno de los vestiditos de Irene. Ni que los calcetines de deporte de Ibai no queden inmaculadamente blancos. Lo que importa es que la ropa se seque, y que mañana todos puedan ir al colegio limpios, y que mama no se preocupe de la tarea, que ella ya tiene bastante con quererlos a todos.
La mama de los chicos, como Marisa, se dedica a cuidar de su hogar y de sus hijos. El papá de los chicos trabaja en el trasporte de mercancías, es camionero, y pasa largas temporadas lejos de casa. La mama se ocupa de los niños, y los niños de la mama. La familia es tan desordenada y ruidosa como su colgador. Y tan adorable como los bonitos vestidos desteñidos de Irene.
Las grises nubes que amenazaban, han cumplido su promesa: comienza ha llover. Las gotas de lluvia mojan la ropa de los vecinos, y encienden el suelo rojo. Ni Marisa ni los niños del segundo notan el comienzo de la lluvia. Se les va a mojar la colada.
-¡Vecinos!- grito-¡Recojan la ropa que esta lloviendo!
Miro hacia arriba esperando que las dos ventanas se abran y que aparezcan manos para retirar la ropa.
En el cuarto, los largos brazos de Marisa recogen rítmicamente la ropa. Primero la línea exterior, lentamente, con cuidado de que no choque en el bordillo de la ventana y se ensucia. Después la ropa de la cuerda del medio, repitiendo los mismos movimientos. Y por fin la ultima cuerda. Pero Marisa ha cometido un pequeño fallo. Uno de los calcetines de su marido ha resbalado entre sus dedos y flotando ha ido a parar al colgador de los chiquillos del segundo.
Por la ventana del segundo asoman tres pares de brazos. Todos intentan recoger la ropa con la mayor rapidez. Los pequeños brazos de Irene, cogen la ropa que le tiende Ibai y desaparecen dentro de la casa. Ibai le grita a Juantxo que es mas una molestia que una ayuda, que siga el ejemplo de Irene y que meta en casa la ropa que él le da. Desde dentro, Nekane les informa a sus hermanos que ha montado un tenderete en el baño para colgar la ropa que aun no se ha secado. Ibai termina con su tarea y cierra la ventana.
En el cuarto, la ventana de Marisa se abre de nuevo. Mira hacia abajo, buscando algo. Me ve todavía parada en el marco de la puerta que comunica el patio con el portal.
-¡Perdona, bonita!- chilla desde su ventana.
-¡Dígame, Señora Marisa! - dijo elevando mi voz para que se me escuche sobre el ruido de las gotas de lluvia.
-¿Por casualidad no habrás visto un calcetín? - Me pregunta. -Creo que se me ha caído.
-El calcetín ha caído en el colgador de los del segundo. Lo tienen ellos- informo a Marisa.
Marisa agradece la mi respuesta y se introduce en su casa, dejando la ventana abierta.
Al de unos segundos escucho una puerta abrirse y cerrarse en el cuarto piso. Luego el sonido del ascensor al subir. La puerta del ascensor al abrirse y cerrarse. El ascensor bajando, deteniéndose en el segundo, volviéndose a abrir la puerta y a cerrar.
Salgo al portal y cierra la puerta del patio para ensordecer el ruido de la lluvia.
Marisa pulsa el timbre de la familia Iturriza.
¡Riiiiinnngggg!
Subo unos peldaños hacia el segundo piso. Desde mi escondite veo a Marisa de pie, mirando las personita que le ha abierto la puerta.
-Buenos días, Marisa - saluda una voz de niña.
Marisa no devuelve el saludo. Por la voz puedo reconocer que se trata de Nekane, la mayor de las niñas Iturriza.
A Marisa le tiemblan los labios. Su rostro esta pálido y su mano derecha retuerce el borde de su falda.
-¿La pasa algo, Marisa? -pregunta la niña ante la indecisión de su vecina.
La mano de Marisa suelta su presa.
-Nada, cariño -Consigue responder Marisa. -¿Podría ver a tu madre?
-Mama esta durmiendo- dice la niña. -Se encuentra un poco indispuesta. ¿Puedo ayudarla yo?.
Marisa vuelve a sujetarse al borde de su falda.
-Creo que si-titubea Marisa. -Se me ha caído un calcetín... en vuestro colgador.
-¿De verdad? Déjeme preguntar a mis hermanos.
La figura de la niña desaparece en el corredor de su casa.
Subo unos peldaños, para tener mejor visión de la puerta. Ahora veo a Marisa de espaldas. Por el corredor vuelve otra vez la niña enfundada en unos pantalones vaqueros y un niki blanco. Sus cabellos largos atados en una cola de caballo dejan al descubierto su rostro marcado: hoy luce un bonito moratón en su mejilla derecha y, en la izquierda, aun le quedan las secuelas del corte sufrido la semana pasada.
En su mano derecha, Nekane sostiene el calcetín del marido de Marisa.
-Aquí lo tiene- señala Nekane tendiéndola el calcetín.
Marisa coge el calcetín de la mano de la niña.
-Gracias-consigue responder.
La niña cierra sonriente la puerta de su hogar.
Marisa abre acongojada la puerta del ascensor para subir a su casa.
Fuera, la lluvia ha cesado.
Bajo hasta el nivel del patio con la intención de cerrar la puerta, pero la frescura de la lluvia me invita a salir fuera. El patio mojado resplandece con el color de la sangre. El cielo aun es blanco y gris, aunque ahora no esta moteado por la ropa de los colgadores. Todo esta tan..... vacío.
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