Hacía ya un rato que se había acabado el sol, pero ninguno de los dos se había querido dar cuenta. Lentamente levantaron el campamento y fueron recogiendo las fotos que yacían desparramadas y moribundas sobre la mesa, junto a la taza del té que él no se había querido tomar y a otra taza de café vacía. Tetera, sobrecillos de azúcar, platos y cucharillas completaban el cortejo.


Las miradas se deslizaban sigilosas de la noria a las orejas, de los trenes a la nariz, de la catedral a su cabello, de la avenida iluminada a las manos, de la cúpula del Parlamento a los ojos de expresión triste… imágenes hermosas que circulaban por penúltima vez bajo su mirada de marrón glasé, una tras otra en oscura procesión. Se acercaba la hora de la despedida, y apenas podían hablar… las imágenes, que valían mil veces más que cualquier palabra, habían tomado la calle, se habían hecho fuertes en los instantes previos, y ahora también morían… Las fotografías fueron colocadas en escrupuloso desorden cronológico en los sobres que les servirían de cobijo final.


Caminaron juntos en su último paseo, por las calles en penumbra de una ciudad no dorada. Se despidieron furtivamente. Varios días después, las fotos fueron enterradas bajo montañas de recuerdos sin adiós. Era el principio del olvido.