Una espera tormentosa. En eso se había convertido todo su ser esos últimos días. Hasta que incluso se le olvidó qué era lo que esperaba. Verse sentado ahí, día tras día, al igual que su abuelo unos años atrás, esperando que los racimos maduraran. Ciertamente ahora él no esperaba eso. Ya ni uvas comía.
El recuerdo aquel lo ganaba todo. Y la sensación de estar recordando lo animaba de sobremanera. Hacía tanto tiempo que no la veía. Su amiga, su compañera. Él la quería, no había duda de eso, ella podía hacer resaltar lo mejor de él. Cómo olvidar tardes enteras hablando sobre cosas que a nadie más que a ellos les importaban. La manía de ella por ver sus uñas limpias, olvidando que en un lugar como ese era imposible, más aún si trabajaba en la viña. Aún así, él se dejaba, y ella era feliz.

Ahora, la impaciencia lo consumía. Ya estaba pronto a verla, ya todo acabaría. Llegó al terminal un par de horas antes, e intentó hacer pasar el tiempo leyendo una revista de espectáculos que no le interesaba, como si no supiera que los terminales a uno le chupan el tiempo y lo dejan en un espacio paralelo donde la espera es eterna.

Inmerso en un reportaje a la película del momento divisó unas piernas y un bolso que le hacían familiares. Pero al rostro no lo reconoció.

Algo se sentía distinto. No era el paso de los años, ni la belleza que había adquirido, ni el pelo que estaba largo y bien cuidado, ni siquiera la cara de cansancio después de tantas horas de viaje.

Mientras se preguntaba qué era lo distinto ella lo abrazó. Fuerte, con cariño, con la sensación de que volvía al lugar correcto, con su fiel amigo.

Todo esto ocurría, mientras él se daba cuenta que la extraña sensación era el pensar cómo había pasado tanto tiempo sin ella.