Eran muy especiales mis patrones judíos. Amables, sonrientes y comunicativos, hasta que llegaba la hora de nuestras demandas económicas, instante en que comenzaba una larga monserga en que se aludía a dificultades repentinas que les obligaba a apretarse el cinturón y casi con lágrimas en los ojos, se nos pedía paciencia, redoblar el esfuerzo compartido para algún día salir a flote, se nos decía que fuéramos optimismistas ya que la vida no era sólo dinero sino muchas otras cosas primordiales. No se crea que nuestras peticiones económicas eran muy desmesuradas ni que para ello eleváramos un pliego de peticiones con respaldo de alguna importante entidad sindicalista. Nada de eso, ya que sabedores de los cicateros que eran nuestros patrones, pedíamos sumas modestas pero muy significativas para nosotros. Nuestra jefa nos escuchaba entre suspiros y sofocos mientras sorbía un café descafeinado alternado con una Coca Diet. Su rostro reflejaba un intenso sufrimiento cuando con sus pequeñas manitos de avara, escarbaba en el cajón del dinero para pasarnos un par de pesos. Luego, ante la irrupción de un cliente, distendía los músculos para mostrar una sonrisa marketera y se deshacía en elogios con la mercadería que se exponía en lujosos catálogos.
Más tarde me encomendaba que comprara la mercadería para su casa y allí, al borde del desmayo, veía como la ruma de bistec de lomo veteado me hacía burlescos guiños. Luego eran los gigantescos pomelos y duraznos de exportación, los suculentos filetes de salmón y una infinidad de exquisiteces que me devoraba con la imaginación. La buena señora partía feliz en su auto con su cargamento y nosotros almorzábamos con los doscientos pesos que se nos asignaba una sola vez a la semana.
Entre comentarios con visos de chisme, barajábamos con mi compañero la magra oferta de trabajo existente, las escasas posibilidades de acceder a un sueldo decente, aludíamos a esa perra mañosa que nos salía a morder los tobillos cuando íbamos a la casa de nuestra jefa para retirar algún artículo guardado en su pequeña bodega.
-Esa perra come mucho mejor que nosotros- decía mi compañero, retractándose de inmediato de tan mezquino comentario.
-El error de todos los empresarios es mantener en la miseria a sus trabajadores- decía yo, mientras mordisqueaba mi décimo octavo sándwich de jamón de esa semana. –Si pagaran mejor, uno trabajaría con más ganas y por lo mismo la producción crecería y finalmente ganaríamos todos. Yo, si fuese empresario, sería generoso con mis trabajadores.
-Pero no somos empresarios- replicaba mi sabio compañero – y por lo tanto no podemos saber como lo haríamos si tuviésemos la oportunidad de serlo.
Y la larga jornada se esfumaba lentamente, con el fardo de resentimiento acumulándose en nuestro interior. En casa me esperaba una esposa demandante y unos hijos ajenos a todos estos cotidianos problemas. A mi compañero sólo lo aguardaba la soledad de su departamento y las tareas propias de un hogar de soltero.
Lo mejor ocurría a la vuelta de vacaciones. A nosotros nos tocaban quince días que los ocupábamos para transitar como espectros en una casa poco acostumbrada a nuestra presencia. Regresábamos con la simple satisfacción de habernos levantado y acostado un poco más tarde y haber escuchado –en mi caso- los reiterados reproches de mi mujer que no entendía como podía ganar tan poco dinero, en circunstancias que me pasaba todo el santo día en el trabajo. Al regreso de esas alborotadas vacaciones, nos recibía la jefa con una sonrisa radiante porque en pocos días viajaría a Israel con su esposo para visitar a un hijo avecindado en aquellas tierras. No había maldad en sus palabras cuando nos contaba con lujo de detalles las peripecias vividas en viajes anteriores. Y nosotros escuchábamos el minucioso relato como quien ve un interesante documental en la TV. Y era como si en realidad estuviésemos viajando con ella por esas ignotas regiones, impregnándonos de esa cultura y de sus costumbres. Ahora, con la perspectiva del tiempo, lo veo como un gesto generoso de aquella que sabía que estos pobres infelices jamás visitarían esos países ni jamás disfrutarían como ella lo había hecho.
El corolario de todo se produjo en aquella ocasión en que ella me encomendó que fuera a retirarle unas fotografías que se habían tomado con su marido durante el último viaje. Con el recibo en la mano, me dirigí a la tienda y se lo presenté al dependiente. Algo extraño sucedió entonces. Los empleados que allí laboraban, sonrieron picarescamente y uno de ellos me dijo que hiciera el favor de revisar el contenido porque tenían la sospecha que se había confundido el material. Yo, inocente, abrí el sobre, que no estaba sellado como es usual y al revisar las fotografías, sufrí un tremendo bochorno al contemplar a mi jefa completamente desnuda bajo la ducha. Disimulé como pude esta sensación de vergüenza ajena y salí algo acholado entre las sonrisas cómplices de los empleados, no sin antes solicitar que sellaran el sobre con scotch.
Desde entonces, cada vez que mi jefa ostentaba con su forma de vida tan diferente a la nuestra, haciendo uso de esa liviandad indolente que la caracterizaba, yo no podía menos que sonreír solapadamente al entender que bajo todo ese oropel yacía un ser tan desprovisto como cualquiera de nosotros, tan absurdamente mezquino e infinitamente necesitado de siquiera un barniz de solidaridad…
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