Detrás de esos rostros, la vida había entrado y salido en varias ocasiones. Como dos hermanas atravesadas por los años, vivían en esa misma casa que sus padres les dejaron. Fuera, el jardín de limoneros y rosales endulzaban la memoria de sus muertos, bajo un suave despertar de azahares; los mismos que en un jarrón aromaban esos fríos corredores. Sus pasos recorrían los baldosones ya gastados como un leve reflejo de lo que habían sido; ahora, en una pesada carga de huesos y músculos bañados por las horas.
La brisa de la tarde se alojaba en el trasluz de sus alcobas, bajo un oro de cenizas paulatinas que nada les cambiaba. Lentas, desandaban las huellas del pasado en finas hebras de penurias, mientras la vejez sin darse cuenta, había fagocitado su mundo en pequeñas dosis. Y allí estaban, como un manantial de arrugas expuestas al olvido, deambulando con sus lánguidas siluetas encorvadas.
Primero, había sido una vecina; luego, la del cuarto “E”; después, el abuelo de enfrente; la madre de la farmacéutica; uno de sus primos...
Hoy el cielo había descendido precipitadamente sobre sus vidas, quienes aún se mantenían al costado del destino. Justo cuando la fragancia de los pétalos estallaba en un sabor meloso y enigmático. Después, esa misma brisa asomando las ventanas como un eco de lejanas circunstancias; el adiós a soles y mañanas expirando en las memorias; sus despidos paulatinos aferrados a esos muros, para dar paso a otros reencuentros...
Ana Cecilia. ©
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