Se veía hermosa, con su delicado vestido de seda azul, la brisa fresca nocturna acariciando su resplandeciente cabello y el relente de la noche haciéndola estremecer, aunque ligeramente. Se peinó el cabello con los dedos y luego comenzó a juguetear con él, usando su dedo índice, una actitud natural que desde siempre la tenía. Suspiró. El viento sopló con un poco más de intensidad y el vestido que le llegaba a la rodilla, se levantó hasta mostrar la mitad de su muslo. Podía pasar toda la noche mirándola, e incluso más todavía, mucho tiempo más. La miré de pies a cabeza y pude notar que aquellos pies estaban empinados milagrosamente sobre unos zapatos pequeños, de taco alto, pero no mucho, de color azul, como su vestido, amarrados con una cinta hasta más arriba de su tobillo, con una pequeña flor de pedrería a un costado y noté que detrás de la oreja derecha había una pequeña flor; no sabría decir si era de verdad o de mentira. De su cuello colgaba una medalla de oro, una pequeña.
Ella se paseó por el solitario jardín y se sentó en la banca. Estaba fría, un poco húmeda, pero eso no le importó. Cruzó sus brazos delante de su pecho para conseguir algo de calor, se sobó el brazo izquierdo, lentamente, con la mano derecha, seducida en parte por la textura de la seda de su vestido entre sus dedos. Se humedeció los labios y miró la luz de la luna que se filtraba entre las copas de los árboles. Se le veía triste, de hecho lo estaba, pero esa tristeza no era por un hecho reciente. Se le veía, se le notaba, porque sus negros ojos habían olvidado su antigua expresión, antes alegre, pero siempre serena; ahora sólo está serena. Me acerqué en silencio y con cautela hacia ella, luego, me senté a su lado. La miré. Estaba como a cincuenta centímetros de ella... aunque no sabía si debía acercarme más... quizá no era prudente. Bajé la mirada y miré la mano que aún sobaba su brazo izquierdo. Vi cómo la seda insinuaba la sutil forma de sus pechos, luego volví a mirar su rostro. Quería que ella me mirara de vuelta, pero sabía que ella no me iría a dar ese privilegio o, si me lo daba, sería por unos segundos, sin querer; aunque yo rogaba por ese regalo, aunque sea por un acto inconsciente.
Me acerqué más a ella, sin estar obedeciendo mis propias reprimendas, y me quedé tan cerca, que estaba a punto de tocarla. Mis ojos se cerraron y me acerqué a su mejilla. La besé y ella siguió tan inexpresiva como antes. No la culpaba, pero eso igual me dolió. La abracé, pero ella tampoco hacía nada. No lloraba porque no podía. No sentía su calor porque no podía. No podía hacer nada porque no podía. La abracé con más fuerza y apoyé mi mejilla contra la suya. Dos amantes en una banca en un solitario jardín. Los dos se amaban con profunda pasión, lo triste es que uno no sabía que el otro estaba cerca. Yo la acariciaba y la abrazaba, ella no me sentía. Dos amantes en una banca en un solitario jardín: Uno de carne viviente y el otro de alma, polvo, aire y recuerdos.
|