No podía creerlo, pero allí estaba: el cuerpo de una sirena. Con su cola de pescado y todo. Y una peste a podrido horrible. Natural: tenía una raja en el cuello donde me cabía la mano. Estaba claro, la habían asesinado. Otra cosa es quién coño la mató. Y qué hostias hacía el fiambre de una sirena en una ciudad de interior. Y por qué cojones estaban sucediendo los casos más raros en la tranquila villa de Clalaxta, a donde pedí el traslado huyendo de la Gran Ciudad. Otra cosa me quedó clara aquella fría mañana de noviembre: la mala suerte era una sucia ninfómana que me perseguía toda la vida. Hay que joderse.
Me presento, me llamo Dante Martínez. Sí, han leído bien, Dante. Mi padre era un hippie enamorado de “La Divina Comedia” y no se le ocurrió otra cosa que endilgarme el nombre del autor, como si eso me fuera a contagiar su genialidad. Tiro equivocado: me hice poli. Hace ya bastantes años mi padre se suicidó. Se pasó varios días sin tomar su insulina y comiendo caramelos de fresa ácida. Sí, sí, nuevamente han leído bien. En resumen, mi padre era un hippie diabético que se suicidó a base de caramelos y que me puso el nombre de un italiano de hace siglos. Perdonen que no aplauda.
Pues bien, este Dante Martínez se hizo madero y fue subiendo escalones dentro de la policía en la Gran Ciudad. Pero un divorcio, tres disparos y un amago de infarto me hicieron plantearme cambiar de aires. Así que con mi recién conseguida plaza de inspector jefe pedí el traslado a una ciudad de provincias, con aire puro, montañas y todo eso. Y sin la mierda de la capital. No me sentaba bien recibir disparos, soy un flojo. Y, mira tú por donde, desde hace varias semanas en Clalaxta comenzaron a aparecer cadáveres, como si la mierda me persiguiera.
Y para acabar de joderlo todo, los cadáveres más raros que había visto nunca.
Y les aseguro que tengo los huevos pelados de ver fiambres.
Un buen día, justo cuando estaba comenzando mi primer litro de café descafeinado del día, entró Romerales, mi ayudante, presa de los nervios.
-¡Jefe!¡Jefe! ¡No se lo va a creer! ¡Hostia puta! ¡No se lo va creer!
-¿El qué no me voy a creer? ¿La ONU sirve para algo?
Romero soltó una risita nerviosa, como hace cada vez que suelto uno de mis chistes pésimos, y siguió con su verborrea:
-No, no, ha aparecido un cadáver, ¡un cadáver! Y en medio del pueblo, ¡en el Portal Caballero! Y es un asesinato...!
Bien, Romerales se me excitaba por una mierda de asesinato. Estos novatos se contentan con nada.
-Bien, vamos para allá. ¿Han avisado al juez? ¿Está allí la científica?
Romero comenzó a cabecear.
-No, no, entiende nada, jefe. Lo bestia es la víctima, no el asesinato en sí...
-¿Se han cargado al alcalde? –dije yo sin poder disimular mi alegría, ante la posible pérdida de tan digno y honorable capullo.
-Nonoononoooo..!! Es... algo... no sé cómo decirle, algo... más extraño...
-Al grano, Romero.
Tragó saliva y lo soltó.
-Es un ángel.
Y Romerales no había bebido. Bueno, sí había bebido, pero no lo suficiente. Porque efectivamente, entre dos columnas del Portal Caballero había un jodido cadáver de una especie de niño con alitas. Y con dos disparos en la frente. Como para seguir vivo. Como para pedir el puto retiro.
Pero mi pensión sería demasiado pequeña de jubilarme ahora, así que seguimos adelante.
Eso sí, más perdido que un eunuco en una orgía.
Liados todavía en averiguar cómo coño había llegado un ángel asesinado al centro de la villa, nos vino otro sobresalto. Esta vez fue el teléfono de casa el que me despertó. Al otro lado, el inefable Romerales.
-Tendría que ver esto, jefe.
Medio somnoliento, balbucí:
-¿Se han cargado a la Virgen María?
-No, peor. Es un avestruz.
-No me toque los cojones, Romerales. Llame al zoo.
-Ya lo hemos hecho. Pero sigue habiendo un detalle que le gustará.
-¿Está asada con patatas?
Nueva risita nerviosa.
-No, pero tiene una nota atada a una pata. Firmada. Y la nota dice ser el mismo autor del asesinato del ángel.
Eso me despertó.
-¿Tenemos un psicópata en la ciudad?
-Puede ser. Aunque en la nota se define como... “tremendista”.
-¿Quién es él?
-Es ella. Santa Cannabis.
Vaya nombrecito. Una jodida lunática. Buenos días y bienvenido a Clalaxta, Dante Martínez.
La misma Santa Cannabis firmó a su vez el crimen de la sirena. Todo muy, muy extraño. Tanto, que no sabía por donde cogerlo.
-¿Qué, jefe? ¿Pensaba que se iba a aburrir en Clalaxta, eh? –soltó Romerales.
Jodido imbécil. Eso era precisamente lo que quería.
-Bien, tenemos el cadáver de un ángel, de un avestruz y de una sirena. Todas ellos víctimas de Santa Cannabis. ¿Cuál es el denominador común?
-¿Que ninguno es humano?
-Mmm... sí, cierto... Pero hay algo más... ¿No se da cuenta, Romerales?
-¿De qué, jefe?
Algo me bullía en la cabeza.
-Son... como personajes, como sacados de un cuento, de literatura, ya sabe...
-Cierto, jefe, esto lo explicas y nadie te cree, desde luego. ¡Oiga! –se le iluminó el rostro a mi ayudante. De vez en cuando le pasaba eso, se le cruzaban dos neuronas y se le ocurría algo- ¡A lo mejor la tal Santa es una escritora de esas!
Lo cierto es que yo estaba pensando algo parecido. Así que no tuve más remedio que asentir.
-A falta de algo mejor, empezaremos por ahí, por el círculo de escritores de Clalaxta.
-Entendido, jefe, a por los escritores...! Pero suena sórdido, ¿eh?
-Romerales, hoy estás brillante.
El tipo esbozó una sonrisa de aquellas que dan la vuelta a la cabeza.
-Gracias, jefe. ¡Debe ser los nuevos cereales del desayuno!
Siempre y cuando evitara los chistes, claro.
Uno está acostumbrado a los bajos fondos, a los rateros, las putas, los putos, los yonkis, los macarras, los asesinos a sueldo... Pero sumergirse en el mundo literario es algo a lo que no me acostumbraré nunca. A los escritores sueles encontrarlos en los sitios más espeluznantes que he visto en mi puñetera vida. Como en aquella ocasión. Nada menos que una lectura poética. Romerales estaba acojonado. Y tenía motivos. El acto era en una sala en la trastienda de una librería. Y lo peor: nada menos que poemas de Cummings. Sobé mi pistolera para tranquilizarme y entramos.
Nadie parecía conocer a la tal Santa Cannabis, aunque a tenor del aroma en los servicios, si conocían sus cigarros. Y por las caras que tenían, también los efectos. Pero no soltaban prenda. Así que apreté las tuercas al dueño del local.
-Vamos, todos sabemos que un tipo como tú debes conocer a toda esa gentuza.
-Oiga inspector, esto es una librería decente que paga sus impuestos. La gente es libre de venir aquí, yo no molesto a mis clientes.
-Claro, y no conoces a ninguno de ellos, ¿verdad?
-Exacto, inspector, usted...
-No me trates de imbécil, listillo. ¿Cuántos morbosos puede haber en la ciudad que les guste la poesía de ese degenerado de Cummings, eh?
-Quizá más de lo que cree usted, inspector, incluso peces gordos...
No pude aguantarme más. Le cogí del cuello y lo levanté un palmo del suelo.
-Miserable cucaracha, todos sabemos que a los peces gordos les gusta la poesía tradicional revestida de modernidad, y que sólo lo hacen por dárselas de progres. ¡Estamos hablando de verdaderos viciosos de las letras! ¡No me vengas con cuentos! Si no sabes quien es Santa Cannabis, sí que puedes decirme quién puede saberlo. ¡Desembucha antes de que te monte una redada por repartir fotocopias ilegales con versos registrados, vamos!
En cuanto le mencioné lo de las fotocopias el tipo se puso lívido. Y cantó. Como un verdadero tenor. No me pudo decir quién era Santa Cannabis, pero sí me dio una buena pista. Había una individua que había aparecido en el panorama literario de la ciudad hacía poco tiempo, y que se sabía que escribía poemas y cuentos cortos. Su producción era todavía breve, pero intensa. Hasta tal punto que había creado una pequeña conmoción. Vamos, que la chica tenía futuro. No sabía cómo coño se llamaba, pero sabía de dónde salía. Trabajaba en el departamento de juventud de Clalaxta. No me sorprendió. En ese tipo de lugares se concentran los más depravados de todas las ciudades. No me hace falta verlos, mi nariz de sabueso los huele a kilómetros. Y mi intuición de años me dijo que la pista era buena. Mientras tanto, Romerales vomitó antes de llegar al coche. Los novatos siempre igual. Ven cuatro libros juntos y se desmayan. Pero no pude evitar mirarlo con cierta ternura. Dentro de unos años le saldrá el callo que da la rutina. Y será capaz hasta de leer a Joyce, aunque hoy le parezca imposible. La vida es así de jodida, hermanos.
En cuanto llegamos al departamento de juventud, nos dirigimos a la secretaria. Suelen ser auténticas tumbas. Pero a esta la tenía agarrada por donde más dolía. Su novio había sido detenido por conducir en estado de embriaguez. Y yo podía echarle una manita si ella me ayudaba. Tan sólo me tenía que hablar de los nuevos, las incorporaciones al departamento. Era la mejor forma de comenzar. Un par de nombres fue suficiente, las dos eran mujeres, una tal Claudia y una tal Beatriz. Nos presentamos en su despacho sin presentarnos. Me gusta la informalidad, miren. Y por la reacción de cada una de ellas supe donde pinchar hueso. Claudia reaccionó con sorpresa y nos atendió con una mezcla de curiosidad, simpatía y desconfianza. En cambio, la llamada Beatriz se mantuvo seria, en apariencia relajada, pero tensa en su asiento. Y no se sorprendió. Y esa ausencia de sorpresa me dio la pista. Porque un inocente se sorprende cuando llega la poli. Los culpables se lo huelen. Así que podía ser ella. Dejé a Romerales con la otra chica y fui directo a la sospechosa. Entre los múltiples papeles que había sobre la mesa, cogí uno al azar. Resultó ser un programa de actos de un concierto musical. Me sirvió para empezar el dialogo:
-¿Todavía cree en el rock la juventud de hoy en día?
-Es tan sólo un concierto, no una misa.
Buena respuesta. La chica tiene reflejos. Así que mejor ser directos.
-¿Y en la literatura? –solté mirándola a los ojos. Muy bonitos, por cierto.
-¿Le interesa algún acto en concreto, señor...?
-Martínez, Dante Martínez, inspector jefe.
Se le dibujó una preciosa sonrisa.
-¿Ha dicho Dante..?
-Sí, es una larga historia. Pero no olvide mis apellidos: inspector jefe.
Conseguí que se pusiera tensa. Era lo que quería. Tenía que llevarla a mi terreno.
-Está bien, inspector jefe. ¿Puedo ayudarle en algo?
-Es muy posible. ¿Qué sabe usted de Santa Cannabis?
-No sé de qué me habla... –dejó escapar con un hilo de voz.
-Vamos, querida, soy un perro viejo, sé cómo gira el mundo. Una tal Santa Cannabis, reciente en la ciudad, está inundándome las tranquilas calles de Clalaxta de cadáveres literarios. Y usted es nueva, parece lista y seguro que sabe a qué me estoy refiriendo.
Guardé silencio durante unos instantes.
-Gracias por lo de lista.
Encima es ingeniosa.
-Mire, es lógico que en estos mundillos busque uno la forma de destacar, de hacerse un hueco. Vengo de la Gran Ciudad y allí he visto verdaderas barbaridades por conseguirlo. Así que me imagino que usted viene de allí y se está aplicando duramente. ¿Verdad que no me equivoco?
La chica clavó su mirada en mis ojos. Era la primera vez que lo hacía en toda la conversación y tengo que reconocer que me impresionó. Su voz suave, esos atisbos de sonrisa y ahora su mirada me estaban turbando. Para disimular, me senté en una silla junto a la mesa del despacho y me arrellané en ella, como dando muestras de confianza en mí mismo.
-Se equivoca totalmente. No ha entendido nada –dijo Beatriz.
La cosa pintaba bien. Paciencia, Martínez.
-Ilústreme, en qué me he equivocado.
-No siempre se busca ni se necesita la notoriedad. Al contrario, a veces se rehuye. Usted piensa que los literatos buscan la fama, y no.
-Ya, el gusto por lo clandestino, por lo marginal y todo eso...
Negó con la cabeza rotundamente, con gesto de fastidio.
-No, no, no es eso. En ocasiones uno necesita crecer, madurar como creador. Y no se logra eso con la adulación, precisamente, ni con los halagos. Esos halagos pueden llegar a estorbar, a confundir, a hacer sentir al creador en un callejón sin salida. Sobre todo si el autor es crítico con su obra porque es consciente de está inacabada, es imperfecta... –se quedó pensativa durante unos instantes. Respeté el silencio. Quería ver a dónde llegaba.- Y... para salir de ese callejón, una manera drástica de hacerlo es liquidar tu obra anterior. Si “matas” tu obra, necesariamente tendrás que regenerarte, volver a empezar.
-¿Me está diciendo que los últimos cadáveres aparecidos son personajes muertos por su autor?
-Piénselo, ¿qué otra cosa pueden ser si no? Por algo está buscando a una escritora, ¿verdad?
Dejé escapar un bufido.
-¿Le ha decepcionado mi... explicación?
-No crea, pienso en la cara del fiscal. ¿Cómo coño se acusa a alguien por matar a un personaje literario creado por él mismo?
-No sé si habrá leyes sobre eso, inspector...
-No creo que pueda haberlas nunca.
-Desconocía que fuera un defensor de la creatividad.
-Desconocía bien, porque me importa una mierda.
La chica se me puso seria.
-Eso ha sido grosero.
-Demasiados años en el cuerpo, usted disculpe.
-¿En el cuerpo policial o en el físico? –dijo sonriendo irónica.
-A mi edad, en ambos –y sonreí yo.
Estaba claro que no tenía caso. Aunque me faltaba un dato.
-Una cosa antes de acabar, señorita... ¿Cree usted que seguirán apareciendo más cadáveres de ese tipo?
Hizo como que reflexionaba y contestó sonriendo.
-Creo que el autor ha terminado su limpieza. Quizá se haya dado cuento que acabar con su obra tampoco le va a solucionar nada. Que la autocrítica ha de ser constructiva. Y que, al fin y al cabo, todo creador debe tener un territorio propio reconocido, aunque tan sólo sea para traicionarlo.
Que me maten si entendí la mitad de las cosas que dijo. Pero estaba claro que la sangría de personajes había acabado.
-Pero si no es hoy, será mañana, o pasado mañana cuando otro autor le suceda lo mismo. Así que no extrañe si un día de estos aparecen nuevos personajes asesinados.
-Para entonces estaré jubilado.
-¿Tiene prisa para dejar el cuerpo, inspector?
-Tan sólo el policial. Al otro, aunque estropeado, le tengo cariño.
-Tampoco está tan mal –y me enseñó su sonrisa.
-No sea mala, querida, que no tengo edad para según sobresaltos.
-¡Vaya, ahora voy a resultar ser el Flagelo di Dante! – y se rió con ganas.
No entendí la broma, pero me jodió. Porque pude ver y oír su risa. Y era puñeteramente hermosa. Lo dicho, no tengo el cuerpo para estas cosas. Y menos para enamorarme. Así que avisé a Romerales y salimos del departamento.
-Guapas las chicas, ¿eh, jefe? –dijo Romerales guiñándome un ojo.
Asentí con un gruñido mientras pensaba en la risa de Beatriz
-Jefe, he oído que la chica decía algo de... Flagelo di Dante, o algo así. ¿Qué era eso?
-Algún tipo de broma literaria, supongo.
-Flagelo di Dante, Santa Cannabis... hay que ver qué raros son estos escritores, ¿eh, jefe? –y acompañó tan agudo comentario con su risita de siempre.
Cualquier día de estos me cargo a mi ayudante, lo juro.
¡Qué ganas tengo de jubilarme..!
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