Después de la gran fiesta, en la “Chacra del Bosque Alegre”, perteneciente al General Martín de Pueyrredón; habiéndose dormido los patrones y los sirvientes, una figura robusta se dibujaba en el jardín, cerca de la casa de los chacareros. Caminaba lentamente, casi como si temiera quedar al descubierto. Pasado un tiempo, otra figura, ésta más delgada que la anterior, se acercaba a hurtadillas a la primera, arrastrando el camisón de señorita.- Pensé que sería algún chacarero con su esposa que salían a ver la luna y las estrellas. ¡Ojalá hubiera sido eso! ¡No creería Usted la historia que le voy a contar!.
Estas figuras caminaron lenta y sigilosamente hacia las barrancas, a su paso yo los seguía silenciosamente, guardando una distancia respetable para no ser descubierta.
Entre una conversación susurrante escuché:
- “Prilidiano... Cuando Usted me mira, logra que mire en otra dirección”. Decía Magdalena.
- “Mi amada Magdalena, no puedo explicarle el amor que me empalaga el pecho cuando miro sus ojos. ¡Tan donosos!, parecen diamantes que se dejan opacar por la luz del sol, como el este amor que me ha quitado el sueño y me estremece el alma”. Le contestaba el enamorado Prilidiano.
- “Prilidiano... ¡No diga esas palabras!... Usted me habla de amor y yo no tengo denuedo, el corazón se agita y no sé qué hacer. La alegría... aunque medrosa, desborda de mí, al verle”. Le decía agotadamente.
En ese momento escuché sus pisadas, venían en mi dirección, rápida pero cuidadosamente fui hasta la casa y me dispuse ir a dormir.
A la mañana siguiente la Niña Magdalena fue al comedor a desayunar. ¡La Niña estaba tan bonita ese día!
El sol pasaba por la ventana del cuarto, mientras le iluminaba el hermoso y largo cabello. Se había puesto su mejor vestido, aquél que tenía las bellísimas enagüas, las delicadas terminaciones de encaje hecho a mano, la tela celeste traída de Francia y el finísimo bordado en la pechera. En el comedor estaba el Joven Prilidiano esperándola impaciente.
Una ves en el comedor, Prilidiano de pie le saludó con un “Buenos días, Niña Magdalena”, al cual ella respondió nerviosa “Buenos días, Joven Prilidiano”.
Se sentaron, y la niña me pidió el té y el jugo de naranjas de siempre. Era imposible no notar que el Joven Prilidiano y la Niña Magdalena estaban muy enamorados. ¡Si Usted hubiera visto al Joven que miraba a la Niña con esa ternura imposible de describir; le brillaban los ojos, y su rostro blanco iluminado por el sol le hacían parecer otra persona, un ser diferente, casi como los ángeles.
Mientras le servía el desayuno a la Niña, el Joven Prilidiano le decía:
- “Tengo un anuncio que manifestarle Magdalena. Romualda, retírese por favor”.
Claro que yo quería saber de qué se trataba por eso me puse detrás de la puerta, atenta para escucharles y enterarme del asunto.
- “Esta misma tarde, pediré su mano en Sagradas Nupcias, Magdalena”. Decía con orgullo.
- “Pero, Prilidiano... No creo que mi madre acepte su proposición”. Dijo Magdalena temerosa.
- “Ya lo sabré a la hora del té. He citado a su madre, para conversar acerca de la cuestión, y así poder acceder a su belleza, a esa gracia que ilumina la sala donde esté presente.” Haciendo una breve pausa le dijo: “En fin, solo deseaba avisárselo”.
Ese día la Niña pasó el día en el jardín, contemplando las flores y los campos a la distancia. ¡Estaba tan esperanzada!.
Al fin llegó la tarde y Prilidiano nervioso ensayaba qué palabras le iba a decir a su invitada.
Luego de un tiempo, la Señora llegó en el coche que el Joven había mandado especialmente. Bajó del mismo con esa expresión soberbia en el rostro, pero sin perder la elegancia saludó cortésmente a su anfitrión; contestado el saludo la escoltó hasta la sala como cualquier caballero lo haría. Le ofreció que le tomaran el abrigo y la capelina, a su ves ordenó que se sirviera el té.
La Señora se sentó y preguntó:
- “Disculpe, Joven Prilidiano, pero... ¿Con qué razón me ha citado con tanta urgencia?” Dijo incómodamente.
- “Señora mía, yo solo pretendía hacerle saber que debo decirle algo... Me urge Usted sepa”. Contestó nervioso.
- “Pero... dígame... ¿De qué se trata?”. Le preguntó impaciente.
- “Quisiera expresarle mis intenciones con su hija...”. Respondió inquieto.
- “Pero... ¿Cómo se atreve? ¿Está Usted en su sano juicio?” Dijo irritándose.
- “¡Claro que sí Señora! La he citado para pedir la mano de Magdalena, si usted accediera... Comenzaría los arreglos de la boda”.
- “ ¡Eso es imposible! Nunca me atrevería a entregar a mi hija a un taimado de tan mal partido”.
- “Señora cálmese, déjeme explicarle, mis intenciones son las más decorosas. Yo puedo darle a Magdalena la vida que Usted siempre anheló para ella”. Contestó calmadamente.
- “¡Miente! ¡Romualda! ¡Romualda!. Llamaba a gritos.
- “¿Sí, Señora?”. Le dije con total respeto.
- “Empaque ya mismo las pertenencias de mi hija. ¡No pasará más tiempo en este lugar!”. Dijo irritándose cada vez más. tiempo
- “Enseguida Señora”. Le dije. Mientras el Joven Prilidiano trataba de persuadirla de que no estallara en este suceso:
- “¡Señora, le ruego que no haga tal escándalo!. ¡Romualda no haga caso!” dijo ásperamente.
- “Sí Joven”. Le respondí.
- “¡Romualda, empaque ya mismo, corra si es preciso!”
- “¡Sí, Señora!”.
Corrí a la habitación de la Niña Magdalena y comencé a empacar tal como la Señora lo había ordenado. La Niña me preguntaba que pasaba y por qué empacaba sus pertenencias, entre tanto yo le contaba lo que había sucedido. Se estaba arreglando el cabello, pero de pronto dejó de hacerlo. Inmóvil se miró en el espejo; su rostro palidecido, sus manos nerviosas y sus bellos ojos de los cuales cayeron mas de mil lágrimas. Sabía que su corazón jamás pertenecería a otro... Todas sus acciones le parecían inútiles en ese momento. Una ves empacadas todas sus cosas, seguía ahí, sentada frente al espejo en ese momento yo le dije:
- “Niña... Deje de llorar, quizás su Madre llegue a avenirse con el Joven, y así Usted pueda quedarse aquí”.
- “No Romualda... Ya no habrá retorno. Mi querida madre es muy determinante... Me temo que nunca más me dejará volver a esta casa”. Me dijo tristemente.
- “Niña, quizás en su corazón no es así. Yo estoy segura de que Usted algún día va a volver y su madre estará de acuerdo con la propuesta del Joven.” Le dije para tratar de confortarla.
- “Romualda, le pediré a Dios por sus palabras. Espero que Él la escuche”. Dijo deprimida.
- “El Señor todo lo oye y todo lo perdona, Niña. Tenga fe en Dios, Él tiene un camino para cada uno de nosotros, Amén”.
- “Amén, Romualda”. Dijo más aliviada.
Levantándose lentamente de la silla, se secó las lágrimas por fuera; porque las que lloraba desconsoladamente por dentro eran imposibles de secar.
Con su corazón de cristal hecho pedazos, caminó hasta encontrarse con su madre en la sala. La Niña parecía un fantasma que vagaba lentamente por el pasillo. Al llegar allí con las maletas, la Señora me dijo:
- “Romualda, entregue esas maletas al cochero que está esperando afuera”. Dijo muy enojada.
- “Sí, Señora”. Obedeciendo rápidamente.
Magdalena miró por última ves a Prilidiano con alegría y desesperación. Su corazón latía cual caballo desbocado; las palabras no salían de su boca gracias al enorme nudo que se le había hecho en la garganta.
Prilidiano no sabía qué hacer ante tal situación. Se le iba el amor de su vida. Se sentía impotente, y su pobre corazón parecía haber sido arrojado al suelo y pisoteado por una manada de rumiantes en fila.
Estaba entumecido, incapaz de revelarse y a la ves, unas ganas, como llamas que le recorrían el cuerpo, le decían lo contrario.
Mientras tanto la madre de Magdalena decía:
- “¡Vamos, Magdalena! ¡No hay tiempo que perder!”.
- “Pero... Madre... Yo...”. Le rogaba.
- “¡¿Niña, osas desafiarme?!”. Decía enfurecida.
- “No, madre, pero le ruego...”.
- “¡Magdalena: soy tu madre, y sé que es lo mejor para mi hija!”. Le decía cada ves con más enojo.
Rompiendo en lágrimas la Niña insistió:
- “¡Madre, no me haga esto! ¡Déjeme quedarme!”.
- “¡Nunca! ¡Magdalena ve afuera y entra en el coche! ¡Escolte a mi hija Romualda!”.
Caminando hasta el coche, como si le hubiesen dado sentencia de muerte, Magdalena comprendió que ya no vería más el dulce y soñador rostro de Prilidiano. Ya no podría entablar más esas enriquecedoras conversaciones, ni pasear por el jardín en compañía del Joven. Se sintió muy sola y acongojada por los sucesos que había vivido recientemente. En su estómago una sensación de ardor, parecía como si algo extraño se retorciera dentro de su organismo y le quemara las entrañas. Su corazón se agitaba cada ves más, apenas si le dejaba respirar.
Sentada en el coche pensaba:
“Qué angustia la de esa amarga tarde en la que el sol se había teñido de negro acompañado de nubes grises”.
La tristeza era insoportable, enterándose así que pasarían veinte días y quinientas noches en olvidar a Prilidiano; y su corazón que para siempre quedaría en la que fuera su habitación, solitario y para siempre perteneciente a Prilidiano.
Acompañando a la madre de su amada hacia la puerta de salida, Prilidiano recordaba lo delicada y bella que se veía Magdalena esa misma mañana, cómo el sol la iluminaba para que pareciera que el Señor había enviado a su más precioso ángel a la Tierra. Una musa que susurraba las palabras más dulces del mundo.
A su ves el ardor en el pecho era cada ves más punzante, cien agujas le perforaban a la velocidad de mil perdigones.
Al subir al coche la Señora le refunfuñó un:
- “Buenas tardes... ¡Joven Prilidiano!”. Con desprecio.
Los ojos de Magdalena miraban al destrozado Prilidiano, que con la cabeza gacha, ocultaba el adolorido rostro y contenía su cólera cerrando con fuerza los puños.
Magdalena se alejaba rápidamente de su amado. Éste sentía que la batalla había terminado, pero con un solo herido de muerte... Él mismo.
Supo que jamás amaría a nadie como amó a Magdalena.
Sus días se tornaron grises, su atelier era su refugio, un lugar donde escapar de la realidad era muy fácil.
Un día despertó muy temprano, tomó un desayuno rápido y se recluyó al atelier. Luego de unas horas el Joven Prilidiano me llamó:
- “¡Romualda venga a ver mi creación! ¡Mi más magnífica obra!”. Me decía excitado.
- “Joven, ¡Qué bello retrato de la Niña Magdalena!”. Le dije sorprendida.
- “¡Hay Magdalena! ¡El amor de mi vida!. Contestó adolorido.
- “¿Cómo lograré superar el martirio de mi vida sin su cálida sonrisa y el brillo de sus ojos?”. Gritaba apenado.
- “¡Joven cálmese! ¿Desea que le sirva algo? ¡Yo misma lo prepararé!”.
- “No Romualda... Lo único que quería me fue arrebatado. Retírese y déjeme solo”.
Al día siguiente, Prilidiano, desayunó y salió a pasear por el jardín, luego de unas horas mandó a empacar sus cosas.
Él mismo empacaría los elementos de su atelier; en una caja de madera de pequeño tamaño acomodó sus pinceles y en una caja más grande, sus óleos, los pasteles, las carbonillas y las tizas para bocetos. Mandó a bajar sus lienzos y el viejo trípode.
Romualda empacaba sus ropas con suma delicadeza, poniendo entre ellas un bouquet de lavandas frescas envuelto en lienzo, para perfumarle las prendas y alejar insectos.
A la hora del almuerzo, el Joven llamaba a Romualda:
- “¡Romualda! ¡Romualda!”.
- “¿Sí, Joven?”
- “Romualda, debo decirle... Ya se habrá dado cuenta que partiré en un viaje”. Decía nervioso.
- “Joven, ¿Qué intenta decirme?”. Pregunté asustada.
- “Sólo le comunico que esta noche tomaré un bajel con rumbo a España”. Dijo con gran certeza.
- “Pero Joven... ¿Por qué ha tomado esa decisión?”. Le dije nerviosa.
- “Romualda, ya sabe Usted que estoy muy dolido... Mi partida es para tratar de olvidar la pena que me angustia”. Dijo lastimosamente.
Sin decir palabra Romualda le retiró la vajilla, y se recluyó en la cocina. Ella quería mucho a Prilidiano, ya que le conocía desde que había nacido. ¡¿Cuántas veces lo habría tenido en brazos de bebé?! ¡¿Cuántas veces se habría escondido en la cocina jugando con su primo José?!. La verdad era que Romualda lo quería como al hijo que nunca tuvo.
Romualda sentía que una parte importante de su corazón se iría con Prilidiano esa noche.
Estaba muy dolida, pero la aliviaba saber que quizás lejos de allí, la atormentada mente y el triste corazón de Prilidiano, hallarían la paz.
Las horas pasaban y Prilidiano estaba cada ves más ansioso, estaba tan impaciente, que tuvo que pedirle a Romualda uno de esos tés de hierbas que ella solía preparar, para calmarse un poco.
El sereno dio las once, el cochero esperaba que el Joven Prilidiano saliera y mandara subir las maletas. Tiempo después, Romualda hizo pasar al cochero para recoger las maletas.
Lentamente Prilidiano caminaba hasta el coche sabiendo que ya no había vuelta atrás, ya no vería en mucho tiempo a Romualda, ni comería esos manjares que con tanto amor y dedicación le preparaba. Extrañaría todo, el aljibe, el jardín, testigo innegable de un encuentro clandestino, cómo Romualda dejaba un toque cálido y familiar en cualquier habitación, etc. En fin, todo, absolutamente todo, hasta el más mínimo detalle.
Mientras se acercaba al coche, revivía la conversación con la Madre de Magdalena, volvía a sentir esa cólera. Pero al ver a Romualda, que quería despedirse, se sintió aliviado de repente, el hecho de ver a Romualda le había reconfortado y dado la paz que necesitaba.
Entre lágrimas Romualda decía:
- “Joven, ¡Le voy a extrañar!, la casa va a estar muy solitaria sin su Usted”.
- “Romualda, ha llegado la hora de partir... Comprenda que en esta casa sólo hay dolor para mí.” Dijo angustiado.
Conteniéndola la abrazó, como si abrazara a su propia madre, regalándole un beso en la mejilla. Subió al coche y partió. Mientras se alejaba se daba cuenta que ya no era la misma persona, era alguien totalmente distinto. Supo entonces que se había convertido en una sombra destinada a vagar por el mundo, buscando y anhelando eternamente el amor de Magdalena.
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