Niñito pudiente, tuvo todo lo que quiso, trencitos eléctricos, muñecos a pila, aviones, robots, automóviles, ejércitos, etc.
Creció cumpliendo cada una de sus metas y su padre siempre tuvo la chequera abierta para complacer los caprichos de su regalón.
El niño creció y se transformó en un magnate. Lo tuvo todo, empresas, propiedades, poder, pero le faltaba algo, ahora quería ser presidente de la república para tener un país entero a su disposición. Sabedor que pertenecía a un grupo económico que no contaba con la simpatía de la mayoría, puesto que el país aquel era muy modesto, se disfrazó de idealista, empleó sus dotes oratorias para encantar a las mujeres, a los incautos, indecisos, a la gente impresionable y a los que aún creían en los cuentos de hadas. Se reía para sus adentros porque ya se veía sentado en el sillón presidencial moviendo los hilos de tristes marionetas, dictando leyes, firmando decretos y asistiendo a importantes ceremonias en las cuales luciría su egregia banda presidencial y sería fotografiado y entrevistado y cuando esta aventura terminara, muchos años después, sentado junto a sus nietecitos, les mostraría estos recuerdos para que ellos supieran lo importante que había sido el abuelo.
Pero algo ocurrió que puso freno a sus ambiciosas aspiraciones, algo oscuro que salió a flote en el preciso instante en que disputaba palmo a palmo la primera magistratura con la otra candidata. Ese algo tuvo la virtud de abrirles los ojos a quienes los mantenían entornados, desencantó a las mujeres que le juraban fidelidad eterna y los que creían en cuentos de hadas supieron que sólo el trabajo mancomunado les traería prosperidad.
El tipo perdió su más importante batalla y ahora llora delante de sus marionetas arrumbadas y trata de hacer funcionar un tren cuyo mecanismo quedó hace tiempo caduco debido a los enormes avances de la tecnología y también porque los sueños que transportaba en sus pequeños vagones carecían de consistencia alguna…
|