La pelea no había sido por tanto. Eran, en realidad, lo mismo de siempre. Problemas de dinero. Pero ahora, ¿qué había cambiado? Los problemas siempre habían estado, desde que se habían casado, hacía largos ya 12 años. El casarse sin tener dónde vivir. Los problemas con Martín, su primer hijo, que casi no existe por una negligencia del médico de turno, que desencadenó en una larga demanda. El terremoto que partió la casa en dos. Pero todos estos problemas habían sido lo suficientemente graves como para salir más fortalecidos. La familia se había unido más, como pocas veces se había visto.

Y ahora esto. ¡Qué fácil se veía todo en ese entonces! ¡Qué fácil se ve todo ahora!



Pero ahora no hay vuelta atrás. Los problemas pequeños por lo general son los más difíciles, son los que uno agranda y los convierte en lo que no son. Problemas de dinero… qué increíble, cuando no había dinero, problemas graves no habían entre ellos. Y ahora que alcanzaba, ahora que había más tranquilidad, ahora que el dinero sí estaba, el matrimonio murió. Lo mató sin darse cuenta, y sin desearlo ciertamente.

Ahora, sentado en la habitación de un hotel, con sábanas con olor a detergente barato, una menta que pareciera estar envuelta por segunda vez encima de la almohada, y la televisión encendida sin ningún canal puesto, su matrimonio había muerto.

Los papeles del divorcio le habían llegado, y ya la mitad de las firmas estaban puestas. Faltaban las del lado derecho, las suyas.

Firmó y los dejó sobre la cama. Fue hacia la típica mesa de noche de los hoteles y sacó la típica Biblia que hay en los hoteles, para leer aquella típica historia triste del nuevo testamento, pensando que nada de esto habría ocurrido de haber pagado las típicas cuentas del hogar a tiempo.