EL ECO DEL SILENCIO
Finalmente, la humanidad dejó de hablar. Acomodada en su impermeable soledad, rehusó a la palabra por inútil. Renunció, primero, decepcionada; la herramienta expresiva de los hombres resultó inservible en un mundo sobredesarrollado. Luego, por innecesaria; los implantes lo suplieron todo.
Quedó entonces la palabra como pieza de museos, que también dejaron de existir. En los primeros tiempos de silencio, cuando los museos aún eran reales, la palabra fue objeto de culto para algunos curiosos. Pero, al margen de que los curiosos constituían un verdadero peligro, los espacios físicos abiertos al público se hicieron prescindibles en un mundo obsesivamente aferrado a casas-universo tan celosamente resguardadas por la soledad.
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Néstor Caraibo era un tipo singular. Aceptado y plenamente integrado al nuevo mundo, pero ciertamente distinto. Su cerebro estaba dotado de una magnífica predisposición para los implantes técnicos, aquellos que le hubiesen proporcionado una felicidad ilimitada, pero él, escogió los relacionados con las viejas humanidades prácticamente extinguidas: sociología y psicología.
Como todos, Néstor, sabía que el mundo estaba lleno de personas y, aunque transitaba con soltura por su vasta soledad, añoraba sus visitas a los museos donde conoció la palabra. Cada atardecer, guiado por un dulce instinto, salía fuera, al jardín acristalado, y con la mirada fija sobre las luces, que se difuminaban y convertían en una sola varios kilómetros más allá, balbuceaba un “hola”.
Néstor, detestaba considerar a las personas como piezas de un absurdo engranaje que no los conducía a ningún lugar, complejo, relamiendo su sabiduría, pero oxidado y quieto. Sin embargo, su mundo jamás permitiría un cambio que los acercara a los fracasados siglos anteriores, violentos e injustos; la gran lacra insalvable de las relaciones humanas. Pero la determinación de Néstor era fuerte y su objetivo mínimo, apenas perceptible, pura satisfacción del que se sabe atrapado.
Durante los meses siguientes, Néstor, se implantó conocimientos de neurología e ingeniería. Desmanteló implantes poco provechosos y los obsoletos transmisores de placer y odio. Extrajo y recodificó los nanochips de su sillón de sueños y creó el contador de pensamientos sobre otros humanos.
La primera prueba del contador, como todas las siguientes sobre la cabeza de Néstor, dio un resultado de 237 y un tendente a infinito. Las otras, las realizadas clandestinamente y bajo la apariencia de implantes a otros humanos, siempre resultó un uno. Un desesperante y abrumador uno.
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El contador durmió durante cuarenta y tres años en la antigua sala de los transmisores de placer y odio. El día que Néstor tropezó con él por descuido, lo puso sobre su cabeza instintivamente, guiado un hábito del pasado, sin saber muy bien qué hacía. La pantalla de resultados transmitió un uno. Néstor dejó el aparato en su guarida, tomó una pastilla de antioxidante y salió fuera, sin mirar las 237 luces definidas antes de la gran luz, como cada atardecer, a escuchar el eco del silencio.
Víctor Raga.
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