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Impresiones desconocidas de Avellaneda

En sus calles viven pocas almas sosegadas. Se respira un aire escasamente viciado por las toxinas del mundo. Uno se vé salpicado por esa nostalgia bucólica, propia de los rincones que a ningún otro se parecen. Abunda la paz en sortijas brillantes; la implacable siesta de los sábados atrae a los duendes perezosos. La luna se radica, ingeniosa, por encima de los dinteles, ensimismados en defender con su coraza los arrebatos de la corrosión suburbana. El tráfico menudo, a menudo invadido por el insidioso ruido de un ciclomotor impertinente, comandado por un adolescente que pronto dejará la cumbia villera por los libros en la Universidad de Santa Fé. Muchos emigran, para volver con una prole deseosa de conocer a sus abuelos campechanos, forrados de alfajores de bienvenida. La suerte está echada, como la siesta, para quienes escapan del tránsito escabroso de las grandes urbes. El micro que llega, para salir cinco minutos mas tarde, en dirección a la siguiente destinación. Pueblo perdido en el tiempo de la gran aldea, inundado frecuentemente por el caudal furioso del río lindante; plagado de agricultores costumbristas de asados briosos y vino copioso. Inefable la doctrina del sigilo, la puerta entreabierta en una noche sin ladrones (si viviera Blumberg allí estaría desempleado); la generala los días feriados y un solo de guitarra generosa. Noche de vidalas y vestidos estrenados en la ocasión que el amor llega presuroso. Habitantes acogedores en las noches cálidas y cálidos en las noches frías; las facturas del panadero que se rifan a la salida de la iglesia; el sacristán en un día de copas desata el infierno del pueblo chico que de todo se entera; en avellaneda las paredes son buenas mensajeras. Tarde lluviosa para hacer cuentas de cosecha y siembras que restituyan las esperanzas destronadas por el corralito. Una gallina se pierde en su quejido madrugador y el despertador apícola es más puntual que el reloj de la catedral. Un cura de vientre pronunciado y una prostituta de andar conocido simulan desconocerse; ella fiel a sus principios oculta los finales y el pueblo conserva su decencia aparente. El ritmo del país aquí no llega, pero sí llega la normativa del paro docente y el fraccionamiento de las cuotas para pagar el coche nuevo si la cosecha se une a los inundados.
Sí, la abuela vive noventa años y no usa bastón; recuerda el dialecto piamontés y baila cada año en noche buena a pesar de la artrosis y la sordera; reza rosarios en nombre de todos los pecadores de la provincia y renueva su carnet de conducir. Las mozas orean sus vestidos cada sábado soleado y, discretamente, reparan en los escurridizos candidatos a la condena matrimonial, manejan el internet tan bien como la máquina de coser, como pedía el abuelo y como exige Bill Gates.
El polo para los ricos, la pesca para Avellaneda es preferida. Es sencillo ser feliz si por felicidad se entiende lo que se disfruta. Una mujer espera en la ventana del futuro, los compases del firmamento nuevo, un compañero de solsticios y eclipses del corazón. Sin apellido para jactar ni anillo para colocar, se arrima en el carruaje del provenir. El almuerzo del domingo invita caras nuevas, vinos añejos y el postre escogido del libro de recetas del siglo pasado. Practica la canción lírica más exigente, mientras su flequillo recién peinado alude con su brisa a la lentitud del deseo emergente. El hombre de ciudad trajo caña de pescar y un nido nuevo, donde huevos se pueden poner.
Los megaeventos llegan por las revistas y la moda no se impone más que en los casamientos y velorios, donde el chiste prospera más que la lágrima. Los códigos aquí valen y la palabra se empeña como las joyas. Los seguros de cosecha se venden más que los seguros de vida, porque la vida – aseguran – debe vivirse. Las estampitas se compran más que los videos condicionados, porque las fantasías sexuales existen al alcance de cada deseo. Ausentes los rascacielos, hay más actos sexuales a la hora de la siesta que personas dispuestas a reconocerlo; los tractores se arreglan los días de lluvia y el parque industrial convida su humo manufacturado en la localidad vecina. Avellaneda es un rapto cansino de quietud, de deportes náuticos y de sobremesas extendidas y, quizás, cuna de algún escritor que me ha dejado la llave de sus recuerdos, listos y al sol.

Texto agregado el 25-12-2005, y leído por 127 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
26-12-2005 Un relato riquísimo,de tiernas imágenes y sutil ironía que pintan este paisaje costumbrista, con un estilo tan argentino.Me gustó.Pau . Paugi
 
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