...Habían.
Y vaya uno a saber si existe alguna forma de justicia que no raye la muerte, la anulación o la destrucción.
Una trompeta que va bien con el negro que la vive, en el local de abajo. En la barriada queda bien un bar en la esquina: arriba los vecinos hacinados en tugurios oscuros, abajo a los negros les quedan bien las trompetas.
En el cuarto piso habían matado a un hombre. En efecto, el torso desnudo luce un disparo bajo la tetilla. El hombre no sangra porque los difuntos no sangran.
Y vaya uno a saber por qué esta gente toca tan bien el blues. Se dice que lo aprendieron con sangre: sólo los vivos sangran un rato y ahora sangran las trompetas como heridas que vuelan. No se puede ser del todo alegre.
Esos tipos habían vivido a una mujer. En efecto, ella vive y sangra tirada al costado de la cama cerca del cadáver. Sangra entre los muslos. Sangra por la boca. Su sexo está roto y las piernas lucen trémulas, pero no llora. Parece que las cuentas se ajustan. No se puede ser del todo triste.
"Me and you blues" sacude el contrabajo. El vibrar de las cuerdas parece esconderse bajo las mesas: golpea los estómagos de quienes no están ni alegres ni tristes del todo porque no se puede. La tarde empaña los ojos del perro echado en la vereda. Un auto lujoso llega discreto: todo el mundo sabe que a cierta clase de gente no es bueno prestar la vista. La parte humana del can parece saber que a cierta clase de gente no es conveniente ladrarle; quizá por ello no ladra, y quizá amparado en lo anterior su lado perruno mira con atención al hombre que baja del automóvil con una escolta armada. No hay que ser muy lúcido para saber que esa gente está armada.
La trompeta repite una nota, rabiosa, y el redoblante mete marcial la parte más dura del blues. En el cuarto piso los hombres juegan barajas que matan al tiempo que abajo sangra blues porque está vivo y por eso sangra, el tiempo. A los negros no les hace falta verse para saber qué viene. A los de arriba tampoco hace falta ver al que abre la puerta acompañado de unos matones para saber que es el jefe. Resta la parte dura del trabajo: la del jefe: Parece que esa mujer que ahora sangra no debió estar con el hombre que ahora está muerto, y parece que deberá estar con él, de todos modos.
Un piano metálico como un escalofrío arranca algunos aplausos; como si hubiesen matado al sol el crepúsculo sangra un barniz rojo; un zapato de charol marca el cuatro pastoso y coagulado del blues y otra vez la trompeta como agujas: la banda suena colores brillosos y arriba algo dice el mandamás a la mujer que sangra y moquea. Están solos, la mujer y el jefe. Los demás en la otra habitación saben lo que viene y esperan. Parece que la mujer sabe lo que viene y espera.
La música es una enfermedad del aire, y vaya uno a saber si la muerte no es una enfermedad del asesino. Un bombo cardíaco martilla las sienes endureciendo segundos de aire, y en el cuarto piso el hombre deja el revólver en la cama y saca un cigarrillo. La música es también un capricho del tiempo: no hay, abajo, un segundo sin corcheas. Y no hay, arriba, un segundo gratuito: Es el hombre, ahora, el que ve un arma en la mano de la mujer: Parece que estaba bajo la cama, el arma. Y vaya uno a saber si escucha el disparo, el hombre.
En la otra habitación el disparo era de esperarse, y se escucha. Abajo el aplauso era de esperarse, también. Lo que sigue, acaso más vulgar que lo expuesto, tampoco tiene importancia.