24 de diciembre de 2005 (en el living) 7:00 P.M.
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¿Regalos? ¿Esta navidad? No. Mis esperanzas al respecto eran –si no inexistentes– casi nulas. Sabía que descubrir un par de tarjetas pasadas por debajo de la puerta principal era pedir demasiado. Y, como estaba prácticamente convencido de que nadie me regalaría nada, decidí invertir toda la mañana del 24 en la búsqueda de un regalo. ¿Para quién? Para mí mismo. Sí, lo sé, es un tanto ridículo (pero tengo el consuelo de que nadie tiene por qué enterarse de mis autocomplacencias navideñas).
Después de gastar suela en dos centros comerciales y en una tienda de antigüedades, decidí visitar la librería del gordo Marcos (me atrajo el enorme árbol que anticipaba el surtido bloque de Novedades Editoriales).
Y así, husmeando un anaquel olvidado en una esquina de la librería, encontré este Diario Personal que ahora empiezo a garabatear. Y me salió relativamente barato: Veinte Nuevos Soles.
Nunca tuve un Diario (en realidad, siempre me pareció una cosa de mujeres. Creía que llenar hojas en blanco contándose a uno mismo las experiencias acumuladas durante el día era una actividad casada con las faldas y los corpiños).
No hay panetón (lo detesto), pero acabo de preparar una taza de chocolate. La noche del 24 recién se insinúa. Pienso escribir acerca de mis navidades; recordar, llenar al menos un par de hojas de este Diario. Al filo de la medianoche llamaré a Andrea, dejaré un mensaje en el contestador automático y esperaré a que me responda (no lo hará, pero el amperaje de mi soledad exige ilusiones, por eso esperaré... esperaré hasta el día de su cumpleaños para dejar un nuevo mensaje y seguiré esperando).
Bueno, mientras trato de sacarme a Andrea de la cabeza, podría decir que ya tengo muchas navidades en mi hoja de (mala) vida. Es más: creo, en términos generales, que ya son suficientes (sinceramente con 35 Nochebuenas basta y sobra).
De las diez primeras tengo un recuerdo medianamente borroso. El paso del tiempo desvanece (o altera) sin compasión el manojo de imágenes que todavía guardo de mis navidades infantiles. Sólo podría decir con certeza que lo más importante eran los bienqueridos regalos y ese ritual nocturno impregnado de fósforos marca INTI y los cientos de cohetecillos que alternaban entre los colores rojo y verde.
Lo importante lo aprendí rápido: sin un buen regalo debajo del pequeño árbol artificial, la navidad carecía de significado (o, digo mejor, de valor, para darle deliberadamente un tono monetario). Porque nunca como en Navidad vales lo que consumes.
Talvez yo tengo la culpa. Me adecué sin resistencia a la normativas de un mundo que se construye (y a la vez se destruye) en base a un consumismo inatajable, desaforado. Me volví tempranamente un adepto a esa cultura que sólo busca contar con un abanico de tarjetas de crédito que sean capaces de ocultar (o, en el peor de los casos, maquillar) pobrezas de corte espiritual... porque ser pobre de espíritu sólo se perdona cuando tienes una coraza monetaria lo suficientemente resistente como para fabricar, con utensilios desechables, una felicidad tan artificial como ese arbolito de mi infancia que ya no existe, pues se esfumó junto con mi espíritu navideño.
Una cancioncita algo rimbombante dice que no es lo mismo ser que estar. Es cierto. ¿Cuál es la verdad de la milanesa? PARA SER HAY QUE ESTAR (A LA MODA); y si de modas se trata, se me antoja sentenciar que LA NAVIDAD YA PASÓ DE MODA. Es más: la odio con esa intensidad con que se odia lo que alguna vez se quiso sin medida.
Talvez odio la navidad desde que dejé de ser niño, o quizá desde que mis lecturas izquierdosas me mancillaron el alma anunciándome lo que yo no quería saber: que yo era un burgués de alto vuelo que formaba parte de la comparsa capitalista que oprime a las dos ‘zas’ (naturaleza, raza)...
Recién voy un tres hojitas y ya no sé qué escribir, talvez me amparo en un menosprecio al sistema imperante para olvidarme de lo que en realidad me agobia: estoy más solo que un hongo.
Y es fácil decir que la navidad es una mierda para ocultar algo que me importa más que la justicia social o la ecología: Andrea me dejó por ser algo menos que un pobre diablo, por no estar a la altura de las circunstancias.
Siento bullicio afuera. Siento el timbre de mi vecino. Parece que hay Cena Navideña. Hablando de timbres, hoy sonó el timbre durante toda la tarde. Niños, niños y más niños. Todos pedían “alguna cosita por navidad”. Sólo me animé a entregarle un suéter viejo a una mocosa desdentada que alcanzó a decirme:
–Feliz navidá, caballero.
–Feliz navidá –le respondí y cerré la puerta ilusionado: talvez la navidá era una nueva fiesta, una nueva oportunidad... talvez yo sí estaba invitado... sería genial que Andrea también...
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