El país era pequeño, pero no el prestigio de su rey. Realmente, él se había dado a su pueblo. Puso en primer plano la educación, luego la producción y como consecuencia de estas, el buen vivir. Era un lugar donde la armonía se respiraba y por las venas de las gentes fluía la paz. Todo mundo estaba consciente de su papel y con gusto se ceñían a un engranaje, que apenas requería de una simbólica supervisión.
Sin embargo, eran envidiados por sus vecinos. Estos, no toleraban el disfrute de los pequeños y se alimentaban con su sangre. Su rey respondía a los intereses de un grupo minúsculo y la preparación no era para quien quisiera, sino para quien pudiera. Del mismo modo que el generar artículos , había sido “conferido” a otras tierras. Ellos solo consumían, pero exigían que fuese lo mejor.
Un día y de sorpresa se decidieron a irrumpir en aquel paraíso. Llegaron y derrocharon sus fuerzas sobre aquella estabilidad. No hubo tiempo ni de huir. En pocas horas perturbaron lo que tanto sacrificio costó y barrieron con aquel merecido bienestar. Se apropiaron del territorio, dejaron a quienes hicieran valer “sus leyes” y apresaron al rey.
Ya en sus dominios, juzgaron al conductor del estado “derrotado” y en un acto de extrema generosidad, perdonaron su vida. Solo que el resto de ella lo debería pasar en tierras antípodas.
Una vez allá, el otrora monarca, precisó de una escoba para sobrevivir y cuentan que en plenas actividades, fue reconocido por un malhechor del país invasor, quien portaba el mismo utensilio y que también había sido desterrado. Y que éste, se le acercó y le dijo que dada su condición de ex-soberano, aquella, simplemente era una labor indigna de su majestad. Pero nuestro rey, después de mirarle con cierta ternura, le respondió, que a lo único que eso lo forzaba era a barrer mejor que él.
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