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Inicio / Cuenteros Locales / focces / El párpado inferior solferino y la casona del gordo Neruda.

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Estaba dormitando en aquella apacible plaza. Daba gracias por la invitación. Era la tranquilidad que no regalaba la capital. Pero todo no duró mucho. Descansaba del gratificante almuerzo en un columpio, cuando llegaron al lugar Ochín, Daniela, Javiera y un pequeño. Conversábamos con perspicacia y palabras sutiles. Luego de tantos rodeos, Ochín comenzó a interrogar sobre mi opinión y mi perspectiva acerca de algunas chicas para absorber toda la información – ya que las preguntas llegaron al tema de que si me gustaban o no aquellas – y yo no dudé en responder con toda versatilidad. Daniela ponía todo oído en la conversación. Acercase y comienza a juguetear bruscamente conmigo. Ochín aprovechó el instante para preguntarme:
__ ¿Cómo encontrái a la Daniela?
__No…Sí…La Daniela es muy chica__me excusé__...Es bonita…
Los golpes siguieron finos y cortos.
__…Es bonita…__proseguí__Sí, pero es chica y es muy brutita.
Fue todo muy rápido: me trató de cachetear, la esquivé, -y como tengo malos reflejos- me dio un certero combo en el ojo.
Mi amabilidad quedó en casa y las más viles groserías expulsé de mi boca. Daniela fue a lloriquear a la cabaña, y además a acusarme. Javiera me miró y empezó a dar monstruosas carcajadas. Los demás la siguieron.
__Tenís morado el ojo__aseguro Ochín.
No me preocupé por comentarios absurdos: el dolor acaparó toda mi atención.
__Javiera, anda a pedir cubos de hielo y si te preguntan di que yo me golpeé con un fierro sin querer__apresuré en decir.
Cuando llegó Javiera, traía casi derretidos los cubos.
__Me preguntaron para qué quería el hielo y les dije la verdad__avisó la niña.
Ella los llevaba envueltos en servilletas. Me puse los hielos en el párpado. Un ardor sentí en el ceño.
Retorné a la cabaña. Ingresé y miraron todos hacia la puerta: me registraron de pies a cabeza y se detuvieron en mi vista.
La risa retumbó por la cabaña, mientras Daniela sollozaba en los hombros de Moritz. Tía Olga, la directora del Hogar, se aclaró la voz y dijo:
__Prepárense porque vamos a ir a la casa de Pablo Neruda que queda en Isla Negra.
Íbamos catorce niños y tres adultos, como en patota esperando el bus.
Me tapaba el ojo de los escrutadores que creían que era una exposición de arte contemporánea en el bus que nos llevaba a Isla Negra. Era una travesía llegar a tal localidad, pues el vehículo, aunque de renombrada tecnología, era mucho más lento que el espíritu de la carreta. Todos estaban muy adelante y yo casi al final del transporte, entre el litoral y el mundo rural. Cuando ya llegábamos al museo-casa, me levanté antes que el gentío. Me miraban cuando querían mofarse de una caricatura con todos los precedentes humorísticos que tenía mi rostro. Se esforzaban todos para disimular la parodia de mi cara, mientras yo era el primero en bajar. Cuando todos habíamos descendido de ese “caracol transportador” tuvimos que bajar hacia la calle Poeta Neruda y nos detuvimos frente a una de las oficinas de la Fundación Neruda.
__No quiero entrar__protestaba Diego.
__Abuelita, ¿Pablo Neruda está vivo?__preguntó Javiera, ignorante del vate.
__No pues__concretó tía Olga__, Pablo Neruda fue un muy importante poeta; obtuvo el Premio Nacional de Literatura y el Nóbel de la misma categoría. Murió el año 1973.
Justo nos dejaron ingresar a la institución. Estaba instalada al lado de la vivienda y era toda de madera; además, tenía como signo representativo el pez en medio de dos circunferencias entrecruzadas.
Nos guió un anciano al patio de espera.
Miraba el mar con vergüenza de mi policromado rostro.
“Así me diste este rostro y mira como te lo entrego”, le decía al Caballero,
Señor del Cielo, la Tierra y el Universo.
Nos llamaron e ingresamos a la entrada de esta extravagante vivienda.
El comienzo del cubil de este huroncillo era una estrecha salida de una madera lúgubre y oscura que contrastaba con dos soldados de caras simpáticas. Pasábamos al salón de estar y sus hermosísimas mujeres. Había un ángel colgante e implementos de la que usanza no sabía ni comprendía.
Me impactaba la belleza de Medusa, una de las lindas más conocidas. Dimos unos pasos para llegar al comedor. El peculiar salón tenía forma de barco inclinado y cada tablón estaba instalado con tarugos.
La mesa tenía una silla especial para ese capitán timorato de mar, almirante del mundo lírico, de versos ricos en sangre y alma, de puño y letra, con esas sabrosas estrofas ininteligibles pero bailables, para un simple corazón de exaltada fusión con los sentimientos. Detrás de ese asiento especial, estaba el sobresaliente Morgan, el corsario enamorado de la mujer que le cantaba infinitamente al mar y que nunca pudo mirar a otro que no fuese ese impetuoso rey acuoso, de verde mundo submarino.
Este desgraciado tenía escondida la cocina, y yo tenía hambre. ¡Ay de mí!, la guata se me hacía añicos a la espera de un pedazo de pan con cecina. ¿Cómo podía tomarle atención a aquel guía, si explicaba todo memorizado, nada hablado fluidamente?
Subimos en esa estrecha escalera y encontramos una cama límpida y justo el ocaso nos dio la nostalgia, la armonía de sentirse en paz, imaginándose el último descanso de nuestras vidas.
No voy a denigrarme. No he de denigrarme.
Al llegar a la segunda parte de la casa de Isla Negra, era impresionante ver fragatas impuestas en botellas, y diarios, pero más lo era saber que Neruda fue francófono. Pero al ver ese hermosísimo inodoro con una puerta llena de fotos de féminas en poses sibaríticas lo era en demasía. Quería ver más, sin embargo, la visita fue finita. Después de ver una exposición de peces y conchas, fuimos al mausoleo, en frente del océano.
Un bus macilento nos llevó a las cabañas.
Mi sacrificio no fue en vano. Estaba lista la comida.
Ochín hizo mal uso de mi opinión, y les contó todo a sus amigas, en una cambiada forma, en donde salían distintas versiones, casi ninguna verídica.
He sido ingenuo.
Algunas mujeres tienen lengua viperina.













Texto agregado el 24-12-2005, y leído por 122 visitantes. (1 voto)


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