Munay es una niña pequeña. Munay vive en lo alto de un cerro, donde al levantar las manos se pueden rozar las nubes. Munay tiene dos muletas, que son como sus amigas, porque le ayudan... a caminar. Al llegar la noche saca de su casa una silla apolillada y se sienta a contemplar el mundo. Observa, casi en penumbras, las casas vecinas con techos de calamina y una precaria construcción a punto del colapso, baja la vista un tanto, y las luces de la inmensa ciudad se le impregnan en la retina como diminutos y fantásticos destellos. Ese espacio alegremente iluminado le es ajeno y distante.

Munay coge la corona de plástico que le regalo su mamá en su cumpleaños, se la pone en la cabeza y sueña. En su sueño ella es una princesa; el cerro su castillo; su casa la torre más alta y la gran urbe su reino. Ahí esta ella en la cima de la atalaya, sentada en su trono, extiende los brazos y saluda a sus súbditos, de forma cariñosa y amable, como toda buena princesa. Y abajo, en su reino, un carnaval lumínico es celebrado en su honor.

Con paso tambaleante sube, cansada, adolorida, algo hambrienta; los panes, la mantequilla y el café amenguaran un poco el vació del estómago. No debe gastar mucho, la terapia de la niña no es gratuita y debe ahorrar. Munay ve a su mamá (la reina) ascender por las escaleras del castillo (cerro), cargando dos enormes bultos repletos de joyas (las chucherías que vende en el mercado), piensa en pedirle al paje (el vecino Juan que últimamente acompaña a todos lados a su madre) que la ayude, pero justamente hoy no se encuentra.

Hola mi princesita, no deberías estar ahí afuera ven entra, comeremos algo; y le estampa un beso en la mejilla. Munay se pone de pie y entra apoyada en sus dos amigas, sonríe y su madre le saca la corona para poder acariciarle la cabecita. Sí, Munay eres una princesa hermosa, la más preciosa de todas y ese mundo de ahí abajo, esa brillante y eléctrica fiesta, es tuyo, te pertenece.