Me quedaban pocos instantes para recordar lo que sucedía. La vida se estaba escabullendo en una inmemoriosa realidad. Debía estar preparada; abrirme al mundo; desandar ese remoto entendimiento desfasado. El tiempo corría dentro como un reloj biológico engarzado en la incertidumbre; fugaz; mágico; despiadado. Volví a pensar en lo que pasaba alrededor, mientras las huellas de mi mundo se borraban silenciosas. Tuve miedo; creí que había llegado ese crucial momento. Empaqué los cuatro muros que envolvían mi desencanto, mientras traspasaba el umbral de la esperanza. Nada pude recordar; había quedado muda de pasados y presentes, dentro de ese bosquejo borroso. Entonces busqué todo atisbo que ubicara mis coordenadas imprecisas: no hubo forma. La pesada carga de mi enfermedad había superado esos recuerdos. Me senté para calmarme. La luz del ventanal se había confabulado con mi psiquis para no dejarme ver el resto de la vida. Tomé mi agenda, buscando esa frase en letras rojas que alguna vez había escrito prediciendo mi futuro, hasta encontrarla: Siete de noviembre; día que vence el plazo de mi enfermedad... Entonces pude recordarlo todo: sin dudas, hoy era el día de mi muerte...