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Había tomado mi año sabático en Afganistán sin ningún motivo aparente. Supongo que todo norteamericano que desea ir a Afganistán sueña con atrapar a Bin Laden para cobrar la recompensa que nuestro gobierno ofrece por su pescuezo. Sin embargo, no era mi caso. Nunca había viajado en avión ni salido fuera de los Estados Unidos. Era un patriótico trabajador con la vida resuelta. Dispuse de mi año sabático por la sencilla razón de que el dinero ya no representaba gran cosa para mí: se abultaban mis cuentas bancarias sin que esto me reportase felicidad ni sosiego. Sí, tenía mucho dinero que no me servía de gran consuelo. Así fue que compré mi ticket aéreo a Kabul, abierto por un año, lo que me daría tiempo para descubrir un mundo distinto, fuera de los cristales de Wall Street. Conseguir el visado no fue fácil, pero el mérito de tener influencias (y usarlas cuando es preciso) es que te hacen sentir un verdadero ejecutivo a la hora de resolver burocracias migratorias. Era soltero y no dejaba atrás más que mi piso al cuidado de mi hermana y mis finanzas a cargo del mercado financiero. No comulgo con pesados equipajes, por lo que me incliné por un puñado de prendas livianas, alguna ropa de abrigo, pues me habían contado que hace frío en las alturas afganas. Nada de guías ni de itinerarios prefijados y muchas sandalias para peregrinar con comodidad.
El vuelo duró mucho tiempo y atravesó husos horarios suficientes para convertirme en un idiota mareado en el aeropuerto de Kabul.. No hablaba el idioma local pero me las compuse para subir a un taxi que me llevó adonde el conductor (¿pensando en la propina?) decidió que iría a alojarme: un hotel cinco estrellas. Le dí a entender que eran demasiadas estrellas y al rato estaba arrastrando mi mochila y mi flojera desorientada dentro de una polvorienta pocilga donde pendía un cartel en inglés que decía: “Albergue económico para viajeros de segunda clase”. Eso no es lo que opinan de mí mis colegas en Nueva York, pensé -, pero de todos modos me urgía una cama donde apoyar mi desvencijada cabeza y dormir dos días seguidos. Cuando desperté, dos días después, mi orientación había mejorado, estaba hambriento y más ligero de equipaje: mi billetera había desaparecido. Pensé que lavar los platos de la cocina sería una buena manera de retribuir mi insolvencia, pero el conserje, de hosca hospitalidad, estaba leyendo el Corán justo en la página de la compasión y me extendió sonriente algún dinero para poder continuar mi viaje al norte, tal como le había balbuceado al entrar dos días antes.
La terminal de ómnibus resultó ser un mercado muy original donde se confundían la oferta y demanda de pasajes, amortiguándose mutuamente mediante el innecesario altavoz del regateo. Le mostré mi brújula a alguien que comprendió que deseaba dirigirme al norte y cinco minutos después me habían depositado en un expreso a Peschawar, donde me habían dicho que los talibanes no se destacaban por su simpatía hacia los extranjeros con espíritu de aventura. El ómnibus no ofrecía mucha comodidad ni demasiado aire puro. El calor de aquel día agobiaba y, con todas las ventanas abiertas, el polvo pudo entrar sin restricciones. La ruta era escarpada y las paradas no eran para comer sino debido a constantes problemas mecánicos. Olvidé aprovisionarme de comida y comencé a padecer hambre. El viaje era largo y las distancias aquí se medían por abruptos cambios de paisajes. La topografía variaba con frecuencia y el estado de los caminos se hacía sentir en la amortizada carrocería del vehículo.
Mi enigmático compañero de asiento estaba cubierto por un turbante blanco y una larga túnica dorada, llevaba barba negra y sus manos juntas orientadas hacia La Meca sugerían que Allah estaba recibiendo de este adepto alguna de sus cinco plegarias diarias obligatorias; quién sabe – pensé - si este sujeto era un practicante ocasional en ómnibus de larga distancia, que oraba para que no ocurriesen atentados en la ruta. Yo no estaba en plan de trabar amistad con el primer musulmán que se me cruzase, aunque tampoco era cuestión de ser descortés. Mi diccionario estaba guardado en el bolsillo para cualquier emergencia que pusiera en duda mi amigabilidad. Yo estaba prudentemente receptivo y mi vecino parecía querer comunicarse conmigo. Denotaba un estado torvo de inquietud, cercano a la desconfianza, diría. Yo le dirigía miradas breves y respetuosas, como aconsejaba el personal de la embajada. No debe saber inglés, pensé – y talvez esté interesado en abrirse a occidente. Meditaba sobre eso cuando me susurró en buen inglés: “Vine a Kabul para renovar mi visa de Turista. Trámite personal, Usted sabe. Las sanciones que ante esta omisión impone este jodido régimen talibán son gravísimas, aunque yo sea Osama Bin Laden”….. Su rostro estaba tan cubierto que no atiné a reflexionar, sino mas bien preferí imaginar que se trataba de una broma. Él preguntó:
- ¿Acaso eres un norteamericano detrás de la recompensa?
- No, soy un americano que descree del ejercicio de la lealtad y el patriotismo durante su año sabático, dije - tratando de adivinar de cuál costado sacaría su arma para amenazar mi próxima respiración.
Sin embargo, se levantó, me tendió su mano cuando el autobus se detenía y me dijo: “En Afganistán, cuando tengo hambre, tengo el privilegio de exigir la parada para comer y después de la plegaria no puedo mas que invitar al enemigo para que me acompañe”. “Lo dice el Corán”, aseguró - y bajé sin discutir detrás de él.



Texto agregado el 23-12-2005, y leído por 124 visitantes. (0 votos)


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