Roberto Ramírez Bravo
La estaba esperando. Había prometido ir a verlo por la tarde para devolverle la cámara fotográfica que él le había prestado y que ahora necesitaba con urgencia. Pero las horas pasaban y no llegaba. “Otra vez”, pensó él. Otra vez Paula lo sometía a la tortura de prometerle que se verían, y dejarlo plantado.
Cayó la noche. La habitación estaba sola. La pequeña cama sola, las paredes llenas de libros solos, de discos abandonados, de revistas sin nadie que lo único que hacían era recordarle los tiempos en que estuvieron juntos en ese mismo lugar. Era inútil pensar en ella: no vendría. Las únicas veces que Paula se preocupaba por buscarlo era cuando necesitaba que él le ayudara en algo, y ésta no era la ocasión.
Cuando eran amantes y se querían, y creían que su amor era irrompible, que era un amor trágico apenas a la medida de las obras de Shakespeare, también era lo mismo. Ella era sensible, apasionada, tierna, pero apenas terminaba el acto del amor se volvía dura, caprichosa.
La espera había terminado.
La noche se elevó tanto, que en algún momento todos los ruidos de afuera se aquietaron. En su estéreo él siguió escuchando las guitarras clásicas del disco O Paraíso, del grupo Madredeus, y la voz adolorida de Teresa Salgueiro, que sólo le hacían recordar más la nostalgia que sentía desde la ruptura con Paula.
Paula... ¿en qué momento había cambiado todo? ¿De qué forma se terminó su amor eterno? ¿Por qué ella no recordaba, por qué no le perdonaba los errores, por qué no sentía el mismo dolor que a él le partía el alma?
Haja o que houver
espero por ti
Ó meu amor
volta depressa
por favor
Antes de apagar la luz miró los libros y los discos desperdigados por la habitación. Ahí estaba Tinísima, de Elena Poniatowska, mirándolo desde el archivero, El amor, las mujeres y la vida, de Mario Benedetti, y Lolita, de Nabokov; también Oscar Chávez en Bellas Artes, y el compacto de Caifanes, El nervio del volcán. Todo lo que le recordaba a ella estaba ahí, pero Paula no, Paula se había ido. Se fue a medias. Se fue pero quiso quedarse. “Seremos amigos”, le había dicho. Y él se quedó. “Sólo estaremos ausentes un tiempo”, le había dicho. Pero no era cierto. Paula no volvió, no volvería jamás, quería un tiempo no para volver después, sino para terminar de irse.
La música se metía por sus oídos y recorría su cuerpo, tocaba una parte en el pecho donde sólo había un vacío, doloroso y frío. Las coyunturas de los brazos se le desvanecían, y en el estómago una oquedad le producía una punzada tenue y larga, mientras las notas arrancadas a las cuerdas de la guitarra daban vueltas entre las cuatro paredes, intemporales y armoniosas, con movimientos tristes pero muy coloridos a la vez.
¿En qué momento quedó apagada la luz? ¿Quién tendió la cama, quién lo empujó al lecho? ¿Quién podría aclararle si estaba dormido o estaba despierto? Imposible encontrar respuestas, pero en el espacio infinito de aquel colchón individual se ovilló como un becerro, con las rodillas tocó su rostro mientras se preguntaba por qué si la noche era calurosa él estaba temblando de frío.
Recordó los primeros tiempos, los recorridos en la sierra de Tlacoachistlahuaca, cuando con el grupo de indios mixtecos hicieron juntos la encuesta para el Instituto Nacional Indigenista; luego la noche que pasaron en San Luis Acatlán, acurrucados uno contra el otro en la casa del pueblo donde los enviaron a dormir solos, con la única compañía de los fantasmas de quienes habían muerto en ese lugar muchos años atrás. Y en Ayutla, cuando iban trepados en la camioneta de redilas bajo una llovizna apenas insinuada, y los cerros a lo lejos mostraban la inmensidad de un paisaje lleno de fantasmas que ellos estaban descubriendo juntos.
—Mira la nube sobre la montaña –había dicho ella-: es Dios, que le hace el amor a la tierra.
¿Cómo pudo Paula olvidarlo todo? ¿Las veces que lloró frente a él, pidiéndole que no la dejara, no significaban nada? En Chilapa, ¿olvidaría ella la aventura de aquel domingo de plaza, la extraña coloración del paisaje en el camino de Tixtla a Chilpancingo, y la flor del diente de león?
El espacio de la cama le quedaba chico, la habitación era un área muy reducida para abarcar el dolor que estaba sintiendo. ¿Qué podía hacer? Lo había intentado todo desde la tarde aquella en que Paula le dijo que todo había terminado. “Mataste a mi amor”, le había dicho ella, y luego la ruptura. Él se alejo, primero, luego volvió y rogó, pidió perdón, se humilló. Nada. Luego estuvo cerca, como un animal en busca de dueño, atento a los deseos de la mujer. Pero ella, nada. Aceptaba su compañía, su apoyo, pero su posición era la misma: todo ha terminado. Después él se fue lejos. Allá tomó la decisión de olvidar también y volvió con esa idea, firme, como en los tiempos antiguos cuando una decisión tomada era una-decisión-tomada.
Pero necesitaba la cámara que le había prestado y le llamó. Ella contestó como si nunca hubieran dejado de verse, sonriente, como si nada pasara en el mundo. “Te la llevo por la tarde”, le dijo, y él se quedó esperando.
Á margem
estarei
estarei
bem por sobre as águas
muito bem
Toc, toc, toc. Vine a traerte la cámara, como habíamos quedado.
Pásale, por favor.
No puedo. Me están esperando.
Afuera un coche rojo con el motor encendido. Afuera la oscuridad. Adentro la desolación, adentro la desesperación. Al margen estaré. Aquí espero/ Desespero/ Como era/ Sum quem era.
Quiero gritar, arrancarme los cabellos, cortarme en pedacitos para ver si así puedes perdonarme, para ver si así puedes volver a sentir algo por mí. Si no fuera porque sé que es inútil, pensaría en el suicidio como solución. Pero luego, luego qué: te olvidarás de lo que fui, me sustituirás con la misma facilidad con que me has sustituido. ¿Qué hago? ¿Cómo te saco de adentro de mí?
El cuarto está en la oscuridad total. La música de Madredeus no cesa, las canciones aumentan la desesperación, no calman la angustia. Aire. Hace falta aire. Algo como una luz (¿una esencia, un hálito?) se desprende de su cuerpo, rebasa la puerta cerrada de la habitación y llega a la entrada principal. Ahí está ella, platicando con él, consigo mismo, en el portón. ¡Dios mío, qué aspecto tengo! ¿Ese soy yo, el que era apenas hace unos meses? Mira a las dos figuras discutir, y luego sobrevuela hacia la calle: ahí está el auto rojo con el motor encendido. Qué ganas de acabar con esto, qué ganas de aprovechar que ellos están platicando a lo lejos y romperle el cuello al conductor que espera, qué ganas de matarla a ella, de morirse los tres. ¿Qué está pasando? En la cama él se revuelca, tira de sus cabellos y sus ojos cerrados perciben la oscuridad absoluta. “Ella también se desdobla”, piensa. Se acuerda que una vez ella le dijo: “estuve en tu casa, te vi mientras escribías”. Eran los tiempos en que Paula lo quería y soñaba con él y se desdoblaba dormida para irlo a ver en sueños o a través de su espíritu. Pero eran otros tiempos. Ahora ríe, salta, se mueve presurosa. “Me están esperando”.
Coisas pequenas sao
Coisas pequenas
Sao tudo o que eu te quero dar
e estas palavras sao, coisas pequenas
que dizem que eu te quero amar
Me están esperando. Y la angustia crece. Se desparrama como los fuegos artificiales la noche del 15 de septiembre. Se convierte en rabia, en odio, en algo que quema y estalla y achicharra el corazón. Ahora él ya no se mueve en la cama. Ya no tira de sus cabellos. Sólo tiembla. Cuánto frío. Piensa: sólo muriéndonos. La puerta sigue cerrada. No recuerda si en verdad ella fue a verlo para devolverle la cámara o si sólo fue un sueño, pero en su mente reconstruye la escena y aprovecha la fantasía para desahogarse y desvanecerle el cuello, luego pegarse él un balazo imaginario y descansar por fin. “Nuestro amor era trágico”, se dijo. Una vez le había dicho a Paula: “no puedo ni imaginarme qué pasaría si tú y yo termináramos”. No podía. Ahora que lo estaba viviendo, no podía aún imaginarlo, no podía distinguir dónde estaba la realidad y dónde la fantasía producida por el dolor.
Subi a escada de papelao
Imaginada
Invocaςao
Nao leva a nada
Y Madredeus toca y toca en la oscuridad. El silencio acompañado. El dolor representado. Eu só conheςo/ Esse caminho/ O Paraíso.
Cuando la policía derribó la puerta del cuarto él estaba temblando. Desde un rincón, en el piso, acurrucada y quieta, Paula lo miraba con los ojos extraviados, en silencio, en el estupor de sus manos lánguidas y su cuello inmóvil, magullado, roto como una margarita.
* El presente cuento forma parte del libro Hace tanto tiempo que salimos de casa, Ed. Praxis, 2005. |