Me miraba fijamente a los ojos, el hecho indiscutible, por obvio, de que fuera cadáver no variaba en un ápice la fuerza de esa mirada.

Se llamaba Lucas y era mejillón, mejillón de las rías gallegas, de tamaño grande y aspecto inmejorable teniendo en cuenta su estado, el poco de pimentón de la salsa en escabeche en la que se conservaba maquillaba la palidez de la muerte.

En esa mirada se notaba el odio de su agonía, muerte acaecida seguro por vapores de agua a los que le sometieron, abrió su anacarada y alargada concha y miro, miro con desesperación buscando al culpable de tan macabro sufrimiento, para al final solo ver vapores.

Su ataúd colectivo en chapa galvanizada con cierre fácil, que dada su corpulencia compartía solo con otros siete camaradas de desdichas, estaba realizado por la funeraria Friscos.

Mayorista en el sector, tenia a bien y reconocido por todos los expertos catadores, entre los que me incluyo, ser estos mejillones de los mejores por ricos y sabrosos, especial mención al tamaño grande en escabeche, no el muy grande (5 a 6) cuyo sabor desmerece, no haciendo honor a su elevadísimo precio. El grande a secas que salen riquísimos.

Pues como os estaba contando, este mejillón de mirada fría, fija y penetrante lo junte con otro menos agraciado, de vista perdida y tamaño mediano para que en el tenedor, juntos, tuvieran el ultimo viaje desde su velatorio en el platito pequeño y alargado de aperitivo hasta la cueva del eterno descanso, lugar en el que la maquinaria los trituraría y mezclados con líquido formarían una pasta redonda y viscosa, para ya perdida su forma nombre y condición, caer en el oscuro abismo.